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Columna
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Fraga y Tutankamón

Al mismo tiempo que Egipto mostraba al mundo el verdadero rostro de Tutankamón, Manuel Fraga confesaba en Galicia haber tenido un sueño. Pensarán ustedes que se trata de una simple coincidencia, pero me temo que el hilo de la secuencia resulta lógico: el psicoanálisis es la arqueología de los sueños y, por tanto, podemos suponer que el sueño de Fraga era el Sueño de la Pirámide.

El Sueño de la Pirámide fue muy frecuente en el Egipto de los Faraones y sigue siendo bastante frecuente en la Europa de los estadistas. Sin ir más lejos François Mitterrand en el último tramo de su presidencia mandó construir a un arquitecto chino la Pirámide de del Louvre, urna de vidrio que crispó mucho a buena parte de los franceses que nunca llegaron a entender qué mensaje cifrado remitía aquella construcción funeraria a la pinacoteca. Pompidou también mandó erigir su centro de arte contemporáneo y Renzo Piano y Richard Rogers plantaron una tubería gigantesca allí en medio de Les Halles; no sé bien quién soñó la flor de titanio del Guggenheim en medio de la ría de Bilbao y sí estamos al corriente de los sueños lascivos que Álvarez del Manzano se traía con las gordas de Botero en La Castellana, o las fantasías falleras de Rita Barberá con los Calatrava. La lista sonámbula sería tan apabullante que nos dejaría atónitos pero hay que decir, volviendo a lo que nos ocupa, que en pleno trance piramidal Fraga percibió la forma de una vieira y con tan peregrina señal debió levantarse del lecho, reunir a sus adláteres y decirles, como en una anunciación, que el mundo iba a ser testigo del nacimiento de otra Catedral en Compostela, que él bautizó como Cidade da Cultura.

Casi un jeroglífico es la Cidade da Cultura para la opinión pública gallega

El poder y el sueño de inmortalidad están inextricablemente unidos, salvo en casos en que, como John F.Kennedy, Martin Luther King o Isaac Rabin, alguien caza en pleno vuelo a la paloma. A los veintipocos años, Tutankamón ordenó ya su momia siguiendo las costumbres de la época lejos de sospechar que su Pirámide iba a ser unos milenios más tarde un centro de peregrinación turística de gentes de todo el orbe. Fraga, en su borgiana concepción del mausoleo, debió intuir que el Santo Sepulcro se trasladaría unos siglos más tarde al Monte Gaiás y se apresuró a levantar una Acrópolis. La ironía de Eisenman resulta en este punto enternecedora: quiso elevar el encargo del faraón a la simbólica categoría de centro de peregrinación, sin sospechar la escasa devoción que tenía el santo y mucho menos el escaso fervor que suscitan esas iglesias de nuevos ricos aunque sean de Le Corbusier.

Algo egipicio, casi un jeroglífico, viene siendo el tema Gaiás para la opinión pública gallega. Incluso los que nunca habían hablado del tema parecen ahora acalorarse con las ramas del árbol caído. No veo nada bueno en ese proceder cainita porque me recuerda la entronización del "cuanto peor, mejor", aunque también miro con sumo recelo la sucesión de inconveniencias que la investigación del bipartido está suponiendo tanto en los planes del arquitecto, como en el presupuesto público, como en general en esa maligna interpretación que se hará, a partir de ahora, de muchas obras que tengan un protagonismo arquitectónico y a la cultura como fondo residual. En su momento ya dije aquí que no se puede empezar la casa por el tejado, ni crear el contenedor antes del contenido, pero de ahí a abjurar públicamente y por motivos políticos de un proyecto que puede todavía encauzarse y ser beneficioso para la imagen de Galicia en el mundo y en sí misma, hay un abismo.

Que todo esto se haya convertido en el cuento de nunca acabar y que tenga que ver con un sueño faraónico es cuanto menos paradójico. Al contrario de lo que a menudo se piensa, nuestros gobernantes duermen poco y sueñan cada vez menos, lo que les convierte en furibundos seres carentes de imaginación que tienen que proyectar su inconsciente hacia la Pirámide, ese lugar cuya presunta inmortalidad todo el mundo reconoce desde la infancia. Su falta de originalidad es aterradora. Pero después de ese acceso de fiebre y grandilocuencia sólo tienen que llamar a un arquitecto de renombre internacional, como en la Italia de los Médicis, para que La Cosa sea de un pulcro uso público aunque todo el mundo siga ignorando para qué sirve y por qué se hizo y quién es el muerto. El culto, ellos piensan, caerá por su propio peso. Y se equivocan. Aunque las momias del Antiguo Egipto les den la razón.

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