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Columna
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El mito de la huelga general

Lluís Bassets

El mariscal tenía el entero dibujo de la batalla en su cabeza. Había que darla y pronto, antes de perder las últimas energías del periodo de gracia. Y darla entera, conseguir que el enemigo metiera todas sus tropas en el combate, para que fuera definitiva. Sería decisivo unificar a un adversario tan heterogéneo, no para regalarle la fuerza que no tiene, al contrario, para darle la ilusión de que tiene mucha más. Una tropa tan variada y cansada, ciertamente numerosa y acostumbrada a estos combates, podía constituir un peligro en una guerra de guerrillas dedicada al desgaste invernal. Una vez instalada la ilusión de que ésta podía ser una batalla definitiva, esos ejércitos en retirada podían meterse en la trampa con alegría y docilidad, alentados por los frescos ímpetus de su ala más radical. Están en retirada y por un momento pueden creer lo contrario. ¡Ahora o nunca!

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La huelga del transporte ferroviario y metropolitano dura desde hace una semana, los estudiantes han hecho confluir su movimiento y el martes se incorporaron los funcionarios, ejércitos heterogéneos cada uno con sus objetivos propios: la defensa de los regímenes especiales de pensiones y jubilación los primeros, el carácter público de la universidad los segundos y el mantenimiento de los puestos de trabajo y del poder adquisitivo los terceros. Este último es potencialmente el más peligroso, porque puede unificarlos y extender la reivindicación a otros sectores, incluido el privado. La erosión del poder de compra, reconocida por el propio Nicolas Sarkozy, contrasta con el paquete fiscal del verano, dirigido a las rentas altas. La ofensiva del Gobierno llegará por ese lado, quizás hoy mismo, según adelantó el martes el presidente de la República en su discurso de firmeza frente a los huelguistas.

Hasta entonces, un espeso e insólito silencio había rodeado al presidente. ¿Quería adoptar los aires de ausencia y distancia de sus antecesores? ¿Estaría tramando algo? Nada de eso. Los planes del mariscal prevén dar tiempo al tiempo, dejar simplemente que cuaje el movimiento. Que se produzca la demostración de fuerza, que es también una medición de energías y resistencias. Y para eso era necesario un enfrentamiento clásico, como los tres anteriores de 1986, 1995 y 2003, de los que salieron malparados los tres Gobiernos de la derecha, con Jacques Chirac, Alain Juppé y Jean-Pierre Raffarin respectivamente al frente. Pero esta vez Sarkozy puede pasar de nuevo al primer plano, sin que el primer ministro actúe de fusible. Es donde más le gusta jugar, en un ejercicio de contacto político directo entre el presidente y las masas movilizadas; con el soplo de oxígeno en el rostro de la imputación de Jacques Chirac, su enemigo y antecesor en la presidencia de la República.

Su ofensiva se juega en cuatro movimientos. Hay un llamamiento tácito a la catarsis de un enfrentamiento resolutivo que decante de una vez y para siempre el atasco de las reformas que necesita el estado de bienestar francés. Hay una táctica divisoria, que convoca a la negociación por separado en las empresas y ramos, después de haberlos citado a todos juntos como al toro en la plaza. Hay un desgaste de la opinión pública y de los usuarios, que no se quiere convertir en contramovimiento, pero sí utilizar para presionar y jugar contra unos huelguistas pertenecientes casi en su totalidad al sector público. Y hay un objetivo electoral, que es dejar malparada a la izquierda ante las municipales de 2008.

De ahí que el señuelo que ha convocado esta oleada de huelgas sea uno de los mitos más persistentes y abrasivos de los dos últimos siglos, el de la huelga general. Sólo ha habido una bajo la V República, la que siguió a Mayo de 1968, que se cerró con una victoria salarial de los sindicatos y una derrota política de los estudiantes revolucionarios y electoral, a continuación, de la izquierda francesa, que tardó una década larga en volver a levantar cabeza. Nunca ha cuajado después un encadenamiento de huelgas en forma de huelga general, aunque se haya llegado muy lejos en la perturbación de la vida económica gracias a la paralización de los transportes y los servicios. Tampoco sucederá ahora. Al contrario, lo más probable es que a partir de hoy empiece ya a ir de baja e, incluso, que sea ésta la última vez que se intenta. Es lo que Sarkozy quiere conseguir.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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