Tragar o no
Algunos asuntos no cambian nunca. Mudan de barba, se adornan con hallazgos tecnológicos, tratan de convencernos de que, con la aparición de nuevas apariencias, desapareció su sentido u objetivo. Pero con IPod o sin IPod, con WiMax o con Wi-Fi, con blog o con wiki, a 2 megas o a 70 megas, lo que importa sigue siendo lo mismo. A los veinte, a los cuarenta, a los sesenta años. Aceptar sin crítica. Pasar por uvas. Tragar.
Decir "sí" o decir "no".
Dejarse machacar o intentar resistir.
Es algo que tarde o temprano se presenta siempre en la vida de una persona, no importa la época por la que le haya tocado traisitar. Y que persiste en asomar de tanto en tanto. A quien acepta el pacto a la primera suele hacérsele más sencillo aceptar lo que sigue. Quien se niega tiene que arrostrar las consecuencias y prepararse para la siguiente escaramuza. Hay gente sumamente heroica que defiende sus principios en las más difíciles condiciones; y muchos que no se lo pueden permitir, pero que se las apañan para apoyar a quienes podrían conseguirlo. Los hay que señalan de antemano a quienes adivinan como rebeldes potenciales: son los ojeadores de mansos.
Pero los hay que ven al enemigo. Y entonces se sienten como noqueados por un mazazo que, sin embargo, les hace despertar. Casi siempre se despierta a la madurez social a golpes de "no".
Mi joven amiga ?llamémosla Laura- trabaja en una universidad privada dedicada a la formación de ejecutivos, como profesora de una de las pocas asignaturas de humanidades que restan, que además es optativa. Es una persona educada en el esfuerzo de aprender y el de enseñar, con un nivel de exigencia muy alto que le inculcaron desde niña su familia y las instituciones públicas en las que se formó. Su paso por la privada, como trabajadora, es provisional -así son los tiempos: lo primero que no eliges libremente es el empleo-, pero su insobornable sentido de la ética le hace mantener con sus alumnos la altura de miras que mamó en la enseñanza pública. Hace poco, la responsable de su área la llamó a su despacho y le dijo que había observado en sus clases un exceso de celo por su parte. Demasiado severa con las calificaciones, demasiadas tareas para casa. Mi amiga, prudente, no replicó que en dicha universidad cobran demasiado a los alumnos, aunque paguen poco a los profesores, y que lo menos que puede hacer a cambio es proporcionarles un bagaje sin fisuras en la materia por la que han optado.
-Pero, querida ?la otra ofrecía esa sonrisa ronroneante que suele caracterizar a las mujeres que confunden el trabajo que ejecutan con el primer ataque de Tiburón-. ¿Quieres ahuyentar a nuestra clientela? Es del todo imprescindible que reduzcas tus expectativas.
Lo que noqueó momentáneamente a mi joven amiga, hasta el punto de que el mensaje principal tardó unos cinco minutos en inundar su mente, fue el empleo de la palabra "clientela" en sustitución de "alumnado".
Por la noche me telefoneó y estuvimos hablando hasta las tantas. Para entonces ya sabía lo que le habían pedido:
-Quieren que me adapte a las leyes del mercado, porque lo que les interesa es que los alumnos no se vayan a la competencia.
Ni ella ni yo ?la conozco y la quiero por eso- discutimos ni por un momento la posibilidad de que le siguiera la corriente a Tiburón. Pero desde mi edad y experiencia le dije:
-Bienvenida al mundo real. Éste es el rostro que aparecerá ante ti en determinados momentos del futuro. El rostro de quienes te querrán someter de una manera u otra, por una razón u otra. Los mediocres que cortan el tallo de las rosas más altas, los desgastadores de codos que detestan tu forma iconoclasta de trabajar, los simples envidiosos y, por encima de todo, el Sistema, que expulsa a los diferentes y aprieta filas en torno a los mediocres.
-Eso es horrible.
-No, si lo sabes y abres en tu interior una parcela infranqueable en la que te prepares para la lucha.
Le dije que casi siempre ganan los otros, pero que son los resistentes, fracasados o no, los que mejoran el mundo.
Con pixels o sin pixels. Así de crudo.
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