Enfado regio y preocupación real
Desde pequeño he tenido propensión -sea de modo optativo o voluntario, pero siempre fatal- a meterme en líos. Quizá por eso siento una cierta comprensión y hasta simpatía por quienes ocasionalmente incursionan en el mismo proceloso territorio: ¡bienvenidos al club! En el ya celebérrimo incidente de Santiago (ocurrió en Chile, recuerden ustedes, y no en YouTube, capital virtual del globalizado universo que habitamos), no puedo remediar inclinarme irracionalmente a favor de quienes allí más se liaron: es decir, el presidente Chávez y nuestro Rey. En el contexto demasiado cauto y cancilleresco de la Cumbre, sus estentóreos tropezones me resultan más familiares y hasta tonificantes que la "lengua de madera" manejada por la mayoría de los demás.
La función de arbitraje del Rey en América será ahora más improbable
La justicia no es ajuste de cuentas, como parece suponer Chávez
Sin embargo, consideradas más objetivamente, hay poco que celebrar en ambas intervenciones. La más excusable es sin duda la del Rey, lógicamente caldeado por el comportamiento provocativo y grosero del insoportable Chávez, que más allá de otras consideraciones políticas es un pelmazo de marca mayor. Lejos de manifestarse con la arrogancia de quien se cree superior, el exabrupto de don Juan Carlos pecó más bien de excesivamente llano y coloquial: dijo lo que en cualquier asamblea de su comunidad le espeta un vecino a otro cuando se está poniendo borde y no deja hablar a los demás. Quizá fue el tuteo que empleó lo que puede chirriar más en algunos oídos iberoamericanos. En España el tratamiento de tú no sólo es una prerrogativa regia no reversible, sino un uso frecuentísimo entre colegas a todos los niveles (no digamos en el País Vasco, donde nos tuteamos urbi et orbi fraternalmente aunque nuestra fraternidad sea la de Caín y Abel), pero en varios países americanos es raro hasta entre parientes próximos. En cualquier caso, se trata de una reacción humanamente muy comprensible aunque poquísimo adecuada en lo institucional. Hasta ahora, el Rey había desempeñado un papel oficioso y casi paternal de cabeza histórica de la Commonwealth latinoamericana, lo que le permitía ejercer ocasionales labores útiles de mediación y arbitraje en algunos conflictos dentro de ella. Esa función será ya mucho más improbable, por no decir imposible, a partir de ahora. España pierde así una vía de influencia en América y América se queda sin una posible herramienta de conciliación democrática.
El indudable lío en que chapotea Chávez -sea o no consciente de ello- viene en realidad de más atrás y es mucho menos justificable. Por supuesto, como él mismo se encargó de recordar, es un jefe de Estado ni más ni menos que nuestro Monarca. Pero también es un demagogo (mucho más calculador y menos espontáneo de lo que creen quienes le juzgan superficialmente) que mezcla denuncias sociales razonables con un antiimperialismo de manual descatalogado. Como su retórica exige siempre un imperio opresor para encubrir la deficiencia de soluciones concretas a los problemas que señala, en los foros donde no está presente Estados Unidos -el Satán por antonomasia- revive el espectro de la España colonial y exterminadora para que no decaiga la furia tonante que de él espera su afición. De modo que Aznar no sólo es ya un fascista sino una fiera sanguinaria de apariencia humana. Esta recuperación de los dicterios zoomórficos recuerdan los felices tiempos en que los estalinistas tildaban a Sartre de "hiena dactilógrafa" y a los demás ni digamos. La verdad es que si alguien tiene un bagaje biográfico poco adecuado para tildar a nadie de "golpista" es el señor Hugo Chávez. Y tampoco está nada claro que le disgusten los aspectos más absolutistas e irresponsables de la monarquía: a juzgar por la reforma política que va a someter a referéndum próximamente (reelección indefinida, concentración en sus manos de los poderes económicos del país, plenos poderes para reprimir a la oposición o a los disidentes, partido único, etcétera), da la impresión de que aspira a convertirse no ya en un rey al modo parlamentario europeo actual, sino en un émulo de Luis XIV. Las recientes imágenes de sus pistoleros en la universidad persiguiendo a los estudiantes nos recuerdan a los más viejos episodios del pasado que desembocaron en la matanza de Tlatelolco. Ya veremos cómo acaba lo que tan mal camino lleva.
Lo verdaderamente más serio y triste de todo este asunto no es la supuesta "humillación" sufrida por España (¡cuánto patrioterismo barato segregamos a la menor provocación!), sino el fracaso de una cumbre iberoamericana que tenía como objetivo principal mejorar la condición social de tantas personas desfavorecidas y marginadas -doscientos y pico millones- en ese continente. El día que llegó a la reunión, Chávez dijo que no le gustaba el lema oficial "por la cohesión social" y que prefería hablar de justicia. Estoy de acuerdo con él -probablemente la España franquista o el actual Singapur son Estados bastante "cohesionados" y no me parecen modelos apetecibles-, pero siempre que aclaremos suficientemente la noción de justicia que manejamos. Porque la justicia no es solamente mejorar las estructuras sociales, los servicios públicos y la redistribución de riqueza (para todo lo cual es imprescindible una fiscalidad efectiva y alejada de recetas neoliberales), sino también recuperar una plena justicia política que asegure la participación de todos, evite los autoritarismos más o menos encubiertos y conceda a la oposición parlamentaria un reconocimiento que la redima de su actual condición de, digamos, deporte de riesgo. La justicia no es el ajuste de cuentas, como parece suponer el mandatario venezolano. En particular, la justicia en América Latina pasa primordialmente por luchar contra el cáncer peor de esas democracias, la corrupción, enquistado letalmente en México, Argentina y otros países pero ahora más presente que nunca en Venezuela: ahí tiene el presidente bolivariano una tarea que acometer en el tiempo que le deje libre su batalla contra el imperialismo... En la Cumbre desperdiciada, los Gobiernos progresistas pudieron demostrar que es posible una lucha coordinada por la justicia que no responde a la simpleza populista representada sobre todo por Chávez, aunque no por otros gobernantes tachados apresuradamente de "populistas" demagógicos desde la derecha sólo porque se preocupan prioritariamente de la cuestión social. Creo que el presidente Zapatero intentó decir algo en esta línea en su intervención anterior al rifirrafe tan comentado, pero lo hizo con un estilo cauteloso de imprecisión algo cantinflesca (quizá en otros momentos más privados tuvo ocasiones de mayor acierto).
Los objetivos de justicia a conseguir fueron bien expresados por la presidenta Bachelet en su notable discurso inaugural (lástima que luego como presidenta de las sesiones no demostrara el mismo tino). Y sin duda no son éstos asuntos que se resuelvan con demostraciones folclóricas indigenistas como las que abundaron en la cumbre alternativa: porque la cuestión estriba en tratar a los indígenas plenamente como a ciudadanos y no a los ciudadanos como a indígenas. Sobre todo, es preciso evitar una recaída en la tentación violenta y guerrillera de la vieja izquierda latinoamericana, de cuyo rebrote no faltan indicios ante la desesperante lentitud de las necesarias reformas sociales y políticas. Si entre el beaterío izquierdista europeo el culto de latría a Che Guevara, el Rambo bueno de los pobres, aún sigue vigente -como hemos comprobado hace poco- qué no será en regiones de América que no conocen como emblema de la democracia "moderna" más que las tarjetas de crédito y los campos de golf...
Si yo pudiera recomendar algo a quienes se preocupan de veras en nuestro país por los hermanos de Iberoamérica -de la que formamos parte, no lo olvidemos- les diría que leyesen El olvido que seremos (editorial Seix Barral), del buen escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. No sólo es una obra bella y profundamente conmovedora, no sólo es una necesaria lección sobre temas hoy de moda entre nosotros como la educación cívica y la relación entre memoria personal y memoria histórica, sino también un insustituible testimonio de la lucha por la democracia, la razón ilustrada y la tolerancia en países que nos resultan tan próximos y queridos. Ahí verán ustedes cómo se genera y retroalimenta la violencia asesina, cuál ha sido el papel de la Iglesia católica y cuánto heroísmo han demostrado quienes durante tantos años lucharon sin armas contra las armas... y por la justicia. Cosas que siguen pasando, desdichadamente, y requiriendo nuestro compromiso, de modo que, sintiéndolo mucho, no podemos entretenernos más en rifirrafes pintorescos entre jerifaltes, sean más o menos respetables.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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