El río
Durante generaciones, los ríos han servido a poetas y pensadores para tratar de retratar el flujo contradictorio de la vida, que también corre entre meandros, se seca y crece, sirve para regar los baldíos y destruye cercados en los cambios de estación. Un griego remoto comparó el devenir con un torrente en el que el bañista jamás podrá sumergir su espalda por segunda vez, y un castellano no menos borroso convirtió nuestros días en manantiales que cruzan las riberas para dar a la mar, que es el morir. Los andaluces siempre hemos comprendido mejor que otros pueblos la justeza de estas metáforas, mientras presenciábamos cómo una corriente infinita de aguas verdes franqueaba nuestros puentes en pos de una playa en que terminaría por desintegrarse. Resulta imposible cartografiar la cultura, la historia, el talante de este trozo de sur sin referirse al Guadalquivir, el Nilo de la marisma y el olivo. Todos creíamos que era nuestro, porque habíamos crecido junto a él y no lo habíamos perdido de vista ni siquiera por debajo de las nieblas de la contaminación y la especulación urbanística. Pero resulta que eso no era del todo cierto; no, al menos, hasta el lunes pasado.
Andan muy ufanos los políticos con el nuevo logro del estatuto, el que ha convertido, por fin, en Guadalquivir en río privado y nos permitirá gestionar sin necesidad de viajar a Madrid sus recursos hídricos. La publicidad institucional nos invita a marcar con rotulador la fecha para que las generaciones futuras estén al tanto de cuándo comenzaron a pertenecernos ambas orillas y la mayoría de los embalses que salpican su curso, y no dejen de felicitarse por tan venturoso acontecimiento. A mí no me cuesta nada sumarme a la fiesta, poco importa otra más; desde la aprobación de la nueva carta autonómica, el gobierno no deja de divulgar a los cuatro vientos conquistas en derechos, independencia, vivienda, investigación que al parecer nos convierten en la región más afortunada del país, a la que otras con menos arrestos o capacidad de maniobra deben de contemplar con un rictus de envidia reprimida. La verdad, el entusiasmo se repite con tal asiduidad y monotonía que ya no sabe uno de qué alegrarse al encender la radio cada mañana: devolución de la deuda histórica, traspaso de competencias, impulso de medidas para enderezar la situación de jóvenes, parados, pensionistas, toda esa acumulación de triunfos está a punto de agotar nuestra capacidad para la sorpresa y llegaría a persuadirnos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles de no ser porque la cercanía de las elecciones impone un poco de desconfianza. Con lo del río, por ejemplo. No soy especialista en hidrología y no me hallo en condiciones de discutir si la cesión del estado alcanza la importancia épica que le atribuye la propaganda. Sí he estudiado algo de la letra pequeña del nuevo marco de gestión y he sabido que Madrid conservará el control de la cuenca en casos de sequía, litigios con comunidades vecinas y otras situaciones extremas: es decir, siempre que haya que proteger los acuíferos de injerencias externas. A uno le queda la impresión irremediable de que en la mayoría de los casos, esos que conforman la administración cotidiana de los recursos, la cosa seguirá igual que hasta ahora y que no existirán diferencias apreciables entre un río prestado y otro que se ofrece por un limitado período de usufructo. Vista desde el fondo de las trifulcas en torno al Ebro y el Guadiana, es cierto que la consecución del Guadalquivir tiene algo de victoria de la que todos los andaluces debemos congratularnos, aunque sea más simbólica que otra cosa y no vaya a significar cambios de relieve para el ciudadano de a pie. Las duchas, en fin, no correrán con mayor convicción porque su líquido se presente con denominación de origen.
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