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Columna
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Las cumbres del mundo ibérico

La arremetida del presidente venezolano Hugo Chávez en la pasada cumbre de Santiago es grave en sí misma porque revela una intencionalidad de dislocar la reunión, a lo que el Rey contribuyó involuntariamente con su imperativo "cállate" al mandatario de Caracas, pero sobre todo como síntoma de las dificultades que le esperan al Gobierno de Madrid -de cualquier color- en sus relaciones con América Latina. La amenaza que proyecta el líder bolivariano al acusar a Aznar de golpista afecta como subtexto a la propia naturaleza de las reuniones iberoamericanas, que Chávez quiere utilizar como plataforma para sus reivindicaciones, y reemplazaría gustoso por un cónclave ad hoc, igual que trata de hacer la competencia al TLC con el ALBA, al Banco Mundial con el Banco del Sur, a la CNN con Tele-Sur, y a todo aquello que representa a sus ojos el imperialismo norteamericano y adláteres entre los que sitúa a España.

Las cumbres iberoamericanas pueden ser las primeras en sufrir el embate que viene

Esta reconquista de América que tiene como grandes protagonistas a las empresas españolas, a la zaga tan sólo de Estados Unidos por volumen de inversión, está siendo hoy juzgada con arreglo a criterios no sólo materiales, sino con un añadido que no está claro que todos los españoles concernidos entiendan: lo que América Latina acepta de Estados Unidos por el prestigio y la universalidad eficaz de su tecnología, no lo admite en la misma medida de España, porque tanto élite como clases medias y populares perciben que la antigua metrópoli les debe algo y lo que tiene que hacer es pagar y callar.

No sólo se trata de líderes como el nicaragüense Daniel Ortega, que en la cumbre puso a alguna empresa española como chupa de dómine y pidió el fin de esas citas para convertirlas en un foro alternativo de sí mismas para tronar contra Estados Unidos, o el boliviano Evo Morales, y el más cauto y, a fin de cuentas, muy ibérico Fidel Castro en Cuba, sino también del presidente Kirchner y sectores de la sociedad argentina, peruana o mexicana por poner el caso.

Ese desembarco de España topa, por añadidura, con dos graves problemas; el primero de evolución política, y el otro de calendario, pero ambos muy ligados. El primero es que la izquierda que gobierna en más que menos países de América Latina está escindida en diversas confesiones, de las que una, la radical o bolivariana que encarnan Chávez y Morales, pone en cuestión el modelo de identidad latinoamericana, que hasta la fecha venía siendo únicamente el criollo, blanco o levemente mestizado, que, básicamente, es el grupo humano que monopoliza el poder desde la independencia, y que mejor representa la iberoamericanidad española o portuguesa. Y esa nueva introspección nacional que hoy campa por sus respetos en Venezuela y Bolivia, con excelentes posibilidades de expansión en la América andino-caribeña, le presenta al Gobierno español problemas de padre y muy señor mío. No alberguemos dudas sobre los sentimientos de Chávez, como prueba su insistencia -el pasado fin de semana, por última vez- en afirmar que la colonización de América fue el mayor crimen de la historia. Y, sin discutir su derecho a opinar así, parece de cajón que quien dice eso no puede querer ni poco ni mucho a España. Por eso está fuera de lugar argumentar, como hace el PP, que el presidente Zapatero haya establecido ninguna relación especial con el chavismo. Tras el brevísimo momento en que al líder venezolano le debió parecer estupendo que España retirara las tropas de Irak, las relaciones no han pasado nunca de correctas -como han de serlo con todos los países de lengua española, cualquiera que sea su sistema político-, y habría que estar ciego para no darse cuenta de que en su reciente viaje a México, Zapatero proponía al presidente Felipe Calderón, de derechas de toda la vida, como socio privilegiado en Iberoamérica, en evidente contraposición a todo atisbo de concupiscencia con Caracas.

El segundo problema es una coincidencia de carácter astral: 2010 y 2011 son los años en que la América Latina continental festejará sus 200 años de independencia, tiempos éstos especialmente propicios para el triunfo de la madre de todas las demagogias; tanto, que una parte de la derecha, por aquello de que es mejor no salir a enfrentarse a multitudes, puede hasta avenirse a participar en una segura kermés antiibérica. Las cumbres, iniciativa modesta pero tan digna como cargada de posibilidades de la diplomacia española, pueden ser las primeras en sufrir el embate que viene.

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