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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tarzán en el Mundial

Los mejores sitios para comer en una ciudad son los que no salen en las guías. Aquellos que los nativos nunca recomendarán a un extraño. No obstante, a veces ocurre que en alguno de ellos se cuela un redactor de guías turísticas. Y entonces, roto el secreto, dicho lugar pasa a ser de dominio universal. Lo extraño no es que eso suceda (cada año muere así, de éxito, alguno de esos rincones), sino que el local en cuestión siga manteniendo su encanto. Ese sería el caso de un conocido bar de la plaza de Sant Agustí Vell.

El Mundial fue, para mucha gente de mi generación, esa marisquería económica en la que podíamos invitar a nuestro eventual ligue sin exponernos a terminar fregando platos. En aquel entonces el negocio era popular por los requiebros con que el hijo del fundador -Miquel Tort- te servía las parrilladas. Lo cual, halagaba a la piropeada de turno. Y a nosotros nos permitía fantasear con una sutil preparación para el romance. ¿Cuántos adolescentes, hoy cuarentones padres de familia, no se jurarían amor eterno en aquellas mesas del comedor? Tras tan feliz anfitrionaje, las parejas, una vez solas frente a su bandeja, no podían hacer otra cosa que mirarse con languidez, entre chuperreteo de cabeza de gamba y desensamblaje de los siempre complicados carabineros. De tal forma que -mejillón va, almeja viene- el ambiente se iba caldeando.

Pero el Mundial es mucho más. Abrió sus puertas como bar en 1918 y siete años más tarde adoptó su nombre actual. Justo a tiempo de contar entre sus clientes a Pablo Neruda, durante la fugaz estancia del poeta en la ciudad como cónsul de Chile. En los años cincuenta y hasta finales de los sesenta, se convirtió en centro de reunión para boxeadores, que iban buscando la que -dicen- era la caña mejor tirada de Barcelona. Y, de modo sorprendente, su reforma en el año 2002 -ahora con la tercera generación de la familia Tort al frente- no significó una disminución en la calidad de su oferta.

Hoy en día, con las paredes restauradas y un espacio más luminoso, sigue ofreciendo una carta apta por igual para el paladar de la parejita trendy, del señor que sólo viene a por el vermut o del crío de almuerzo en familia, entretenido un buen rato en estirar anillas de calamar. Todo en un bar arropado por la pared -tras la barra- tapizada de fotografías dedicadas por boxeadores. Fotos entre las que sigue destacando la silueta, ligerita de ropa, de un hercúleo luchador cogiendo por el pescuezo a un pacífico león.

Por si puede interesarles, el señor que aparece en taparrabos es el impagable Vicente Febrer Solsona. Vecino y conocido de mi padre en los Gimnasios Redón, donde ambos se entrenaban para comerse el mundo a mamporro limpio. Este pugilista hizo fortuna en la lucha libre. Y gracias a su popularidad, ganó las elecciones de 1970 al distrito de Sants, con un pasquín en el que su retrato aparecía junto al de su inseparable león Vicentet, dispuestos ambos a dar el zarpazo.

En aquellos primeros años setenta, el gran Febrer seguía con su tienda de automóviles de la calle de Vallespir, donde recuerdo haber visto en mi niñez a su famoso felino, encerrado entre los barrotes de una jaula. Sólo bastaba hacerle una mínima observación a su dueño para que, ni corto ni perezoso, se quitase la chaqueta. Y de esa guisa -principesco y en paños menores- se adentrase en el hogar de la cándida fiera. Viéndole, los niños del barrio, medio turulatos, salíamos convencidos de que Tarzán seguía vivito y coleando. Mientras, Vicentet ronroneaba y ponía cara de circunstancias. Igualito, igualito que en la foto del Mundial.

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