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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

Andalucía, ni folclore ni insultos

Tanto la propuesta para que la versión de Rocío Jurado sea el himno oficial como la agresión a Blas Infante están fuera de lugar en una comunidad cuyo reto es seguir prosperando sin caer en la prepotencia del lujo

Andalucía jugó y sufrió un papel contradictorio durante los años de la dictadura franquista. La cultura popular española, promovida por el régimen en películas y tablados, se llenó de elementos folclóricos andaluces, hasta el punto de que el Sur pareció situarse en el centro de la fiesta patriótica. Sin embargo, la realidad económica de la España nacida con la Guerra Civil impuso a Andalucía unas condiciones de extrema dureza, mucho más represivas y angustiosas que las de otros territorios de cultura perseguida.

El paisaje andaluz llegó a la democracia mecido en el aire por el pañuelo de los emigrantes que partían en sobrecargados vagones de tercera, y se cuarteaba bajo el sol como la piel de los campesinos que vivían humillados bajo una lentitud histórica marcada por el óxido. Quizá por eso los andaluces de mi edad se sienten incómodos ante las exaltaciones folclóricas de la tierra nativa y sonríen cuando otras comunidades del Estado, animadas por la industria y los altos hornos, se quejan de su mala suerte y exigen contraprestaciones en nombre de su identidad histórica perseguida por Franco.

Muchos andaluces no nacionalistas se sienten ofendidos por la actitud agresiva de Vidal-Quadras
Las elecciones autonómicas del 9 de marzo de 2008 pueden matizar el bipartidismo

El tradicional senequismo andaluz se parecía mucho a la prudencia de los pobres, obligados a medir sus actos y sus palabras en un mundo amenazante y siempre inclinado a empeorar. Las cosas han cambiado de manera notable. Andalucía ejemplifica de forma llamativa la transformación de la sociedad española, más visible en el Sur porque su situación de partida era precaria en extremo. Las crónicas de los escritores sociales de los años sesenta pueden leerse hoy como relatos de ciencia-ficción si se comparan sus historias sedientas con la actualidad de ciudades y pueblos que se acomodan al consumo desatado y reciben inmigrantes de los confines más heridos del mundo. Las injusticias económicas ya no son exponentes de una sociedad subdesarrollada, sino de las contradicciones propias de cualquier democracia capitalista avanzada.

Pero los sentimientos pasados regresan a veces con las salidas de tono y las ocurrencias del día. Durante los años de mi formación como poeta en Granada, por miedo al folclore franquista, repetí con frecuencia que el único libro de Federico García Lorca que me interesaba era Poeta en Nueva York. Tardé en disfrutar la belleza neopopular y gongorina del Romancero gitano, e incluso me defendí de la depurada melancolía árabe del Diván del Tamarit. El tablado de la España patriótica hacía sospechoso cualquier diálogo con una tradición manipulada, que ocultaba con gracia, palmas y salero las condiciones de vida de los andaluces.

El mismo miedo ante las demagogias del folclore sentí hace unos días al enterarme de una proposición no de ley que pretende consensuar el PP. Quiere que se acepte como himno oficial de Andalucía la versión cantada por Rocío Jurado, un arreglo por tarantos de Jesús Bola, en la película La Lola se va a los puertos. Rocío Jurado no tiene la culpa de mi perplejidad, cuenta con muchos seguidores respetables. Se ha creado incluso una plataforma probeatificación de la cantante de Chipiona, en la creencia de que su expresión artística responde a formas de devoción más espiritual. Todo puede suceder, porque los beatos españoles se han puesto de moda en el Vaticano. Pero al margen de los posibles acontecimientos futuros, yo sentí una vieja vergüenza de andaluz que ha padecido la confusión interesada de sus formas políticas con el folclore.

Existen demasiada crispación y falta de respeto en los debates territoriales como para que un político sensato tenga la ocurrencia de devolverle a Andalucía su vieja fama de hambre, sacristía y pandereta. A la luz de las opiniones de Alejo Vidal-Quadras sobre Blas Infante, precisamente el autor del himno de Andalucía, conviene andarse con precaución. El eurodiputado del PP, acompañado en una tertulia de Radio Intereconomía por Alberto de la Hera, antiguo director general de Asuntos Religiosos en el Gobierno de Aznar, se despachó contra Blas Infante, presentado de forma simpática y distendida como un cretino integral y uno de los tontos más grandes de Europa. Se le llamó incluso Mohamed Infante, para confundir la personalidad de este nacionalista andaluz, fusilado en 1936, con el islamismo. A la hora de discutir la organización territorial de España, basta con que te dejen un micrófono para perder la educación. La convivencia se cultiva aquí con rencores, desprecios e insultos. No parece buena idea asistir a los debates nacionales vestidos con un traje de faralaes.

El joven Ortega y Gasset admiraba a Unamuno. Pero al reseñar en 1908 un discurso del maestro, La conciencia liberal y española de Bilbao, en el que se despachaba contra Madrid, no tuvo más remedio que protestar: "Decir que Madrid es más frívolo lugarón que los demás de España, sobre equivocado e indemostrable, parece una falta de educación". Muchos ciudadanos no nacionalistas, poco partidarios de considerar a Blas Infante "padre de la patria andaluza", pueden sentirse ofendidos por la actitud agresiva de Alberto de la Hera y Alejo Vidal-Quadras a la hora de ridiculizar al político de Casares, máximo exponente histórico del andalucismo federalista. No se trata ya de que esté fuera de lugar el intolerable tono despectivo, sino de que los apasionamientos y el desprecio que flotan en las opiniones revelan una peligrosa incapacidad para pensar en España, Cataluña o Andalucía, más allá de los códigos de la caricatura. Acostumbrarse a la mala educación y a los chistes sobre catalanes, andaluces, gallegos y vascos supone un camino hostil que asegura el desconocimiento de la realidad y la falta de interpretaciones eficaces.

El Estatuto de Andalucía es mucho más significativo por su defensa de los espacios públicos y de la democracia social que por sus alusiones a la identidad nacional. Una clara voluntad de construir el Estado desde la realidad autonómica marca el corazón de los capítulos que abordan el medio ambiente, la sanidad, la educación laica, los amparos cívicos, los derechos laborales y las políticas de integración. La Andalucía moderna no necesita descifrar el pasado insondable de su ser nacional, sino responder a las demandas de una democracia europea definida por las exigencias del siglo XXI y por la unificación tecnológica y económica del mundo. Su voluntad a la hora de concebirse como territorio, igual que en ocasiones anteriores, ha consistido en una apuesta clara por el equilibrio del Estado, aceptando las demandas de algunas comunidades con vocación de singularidad histórica, pero asegurándose al mismo tiempo de que esas demandas no se traduzcan en privilegios y desigualdades inadmisibles en una sociedad democrática. Ésa era la intención del concepto de realidad nacional, poco orgulloso en los articulados del Estatuto si lo comparamos con las apuestas medioambientales o con las políticas de integración. La Andalucía de hoy tiene demasiado reciente la historia de sus emigrantes.

El verdadero reto de la Andalucía es seguir progresando sin caer en la prepotencia del lujo y en la mala educación. No debe olvidar la solidaridad, ni la prudencia nacida en antiguas situaciones de pobreza. Las próximas elecciones autonómicas han sido convocadas para el 9 de marzo, coincidiendo con las elecciones generales. Es posible que la crispación nacional, la confusión mediática y las tensiones bipartidistas mezclen todos los votos y hagan inviable un debate particular andaluz. Parece lo más seguro. Pero también es posible que se produzca un doble voto, un mecanismo lúcido que permita la matización del bipartidismo. Como en el Sur no hay peligro de una victoria del PP, aunque se vista con traje de faralaes, los votantes tienen la oportunidad de procurar una renovación del Gobierno socialista, que lleva demasiado tiempo en la soledad del poder. Aquí no se trata de que los socialistas pierdan el Gobierno, sino de evitar una nueva mayoría absoluta. La necesidad de diálogo, sin chantajes independentistas, supondría un cambio saludable de personas y la oportunidad de profundizar en los caminos sociales y democráticos abiertos por el Estatuto.

Luis García Montero es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada y Premio Nacional de Poesía.

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