Zapatero ante Sarkozy
España está obligada a insuflar nuevas iniciativas en el proceso euromediterráneo de Barcelona, frente a la nociva y disparatada idea francesa de una Unión Mediterránea sin recursos económicos de toda Europa
Y ahora, qué? El Tratado de Lisboa ha resuelto un grave problema del pasado. Ha adecuado las estructuras de la Unión a la nueva Europa de 27 miembros, sacándola de un callejón sin salida. Ahora debe utilizar sus novedosos instrumentos para relanzar su proyecto interno. Y para exportar al mundo su modelo democrático de prosperidad como alternativa al antimodelo asiático de crecimiento sin derechos humanos.
Esa tarea exige construir un nuevo liderazgo. España tiene la oportunidad de contribuir a él, porque ha militado en la vanguardia de la reforma. Aunque ha capitalizado menos su empeño que otros países con líderes más duchos en mercadotecnia, como Nicolas Sarkozy. Para lograrlo, es preciso que José Luis Rodríguez Zapatero practique un intervencionismo más entusiasta y visible: no sólo debe existir como líder europeo, lo que acreditó durante el proceso constitucional, sino también parecer que existe y aparecer como tal.
Tras el paréntesis de Aznar, hay que reforzar las alianzas tradicionales en la UE y ampliarlas
A Zapatero le toca desmantelar la sandez de desplazar la gravedad de la UE aún más al Norte
Y también se necesita inventar una nueva carta de navegación en el mapa de una Unión distinta a la que los españoles se integraron en 1986. No se ha diseñado. Felipe González cosechó entonces éxitos innegables, usando tres estrategias claras, sencillas, contundentes. Una, amarrarse al grupo de los más europeístas. Dos, labrar una complicidad irreversible con los más prósperos (Alemania) para equilibrar el club (cohesión, política hacia el Sur mediterráneo) y profundizarlo (ciudadanía europea). Tres, forjar un pacto de sangre con el triángulo formado por la Comisión de Bruselas y la locomotora francoalemana, sin importar el color político de sus mandatarios.
El paréntesis adanista de José María Aznar trocó el europeísmo en sumiso atlantismo. Buscó desandar "la política que el país había seguido en los últimos 200 años", como su mentor trató de vender a Bush en el rancho de Tejas. Y mutó el pacto permanente suprapartidista por la promiscuidad de unas alianzas circunstanciales y aleatorias: basadas en el interés del corto plazo y en el ideologismo hiperatlantista retratado en la foto de las Azores. La factura de este viaje a la nada fue incalculable en términos de credibilidad y rendimiento. Aún se está pagando.
Regresada España, con Zapatero, a la casa Europa y a la tradicional política europeísta de Suárez, Calvo-Sotelo y González, ocurre que la casa ha cambiado, alberga nuevos vecinos. Reenhebrado el pacto con Bruselas, París y Berlín, habrá, pues, que completarlo con otras alianzas sutiles: con la Italia que pugna por salir de su marasmo, hacia el Mediterráneo; con los nórdicos en sus empeños democratistas; con los nuevos socios pobres del Este, compartiendo experiencias de recuperación económica y cohesión...
Y con las nuevas instituciones. Como la presidencia permanente del Consejo Europeo: España debería batirse el cobre para intentar catapultar a ese puesto a un líder de similar sintonía con su europeísmo, del perfil del socialcristiano Jean-Claude Juncker. Y cerrar el paso a candidatos eurotibios que, como Tony Blair, encarnan a países ajenos al euro, a la Carta de Derechos, excluidos de la política de justicia y seguridad internas, y entregados no a la justa causa de la solidaridad atlántica, sino al miserable dictado del peor Washington imperial, al precio además de violar el Tratado, que exige consultas previas para decisiones como las de Irak (artículos 17 y 19). O con el, ahora reforzado, Alto Representante para la política exterior: brindando de entrada al futuro servicio exterior común el patrimonio físico y político de la densa red diplomática propia en América Latina, y los excelentes mimbres de su singular encaje cultural en aquel continente.
La urgencia más grave está en el Mediterráneo. Sea bienvenida Francia, que vuelve a asomarse, tras años de renqueo. Pero la propuesta de su presidente de crear de la nada una Unión Mediterránea (UM) ajena a la UE y compuesta sólo por los países ribereños se reduce a un mero envoltorio retórico-diplomático de una renovada grandeur en el norte de África, cuya principal verdad tangible radica en la obtención de contratos para vender plantas nucleares y el AVE.
Esa UM es un castillo en la arena, nocivo y disparatado. Nocivo porque descompromete del Mare Nostrum a los europeos más norteños, y desplaza así el centro de gravedad de la UE hacia el Rin y el Báltico. Disparatado, por una razón muy simple. Cualquier proyecto panmediterráneo debe desplegar una política de cohesión. ¿Quién transferirá recursos solidarios bastantes que alienten el desarrollo del Sur? ¿Atenas, Lisboa, Roma, París y Madrid? Menuda sandez. Zapatero tendrá que desmantelar este desaguisado sarkozyano. Si no quiere pasar por testigo mudo del entierro de una de las grandes estrategias comunitarias inventadas por los españoles.
En efecto, la única gran política solvente y viable hacia el Sur es la comunitaria, porque es la única que puede exhibir peso político suficiente y porque ya dispone de recursos abundantes, desde 1995. Está ya en marcha, es el proceso de Barcelona llamado a desembocar en una región euromediterránea (¡que ahora el nuevo Bonaparte pretende desguazar, y trasladar su capital a París!). Se objetará que ese proceso es insuficiente, que no ha logrado desarrollar el Sur: por sus defectos de gestión, la explosión demográfica norteafricana, el estallido del Oriente Próximo, las otras fronteras que hacen impenetrable el Sur con el propio Sur (comerciales, y también políticas, como la de Marruecos con Argelia). Pero, con todas sus deficiencias, existe. Y sobre todo, existe presupuestariamente. Y ya se sabe que lo que no está en el presupuesto no está en el mundo.
Por eso lo que debe impulsar España es su revitalización mediante una batería de nuevas iniciativas, aunque sean heréticas o difíciles. Entre ellas, establecer distintas velocidades en la asociación con los sureños, acelerando la del Magreb. Y aplicarles a fondo la flamante "política de vecindad", según la cual el horizonte de los países asociados a la UE alcanza a "all, but institutions", o sea, una integración completa, salvo en las instituciones. Ese objetivo puede abordarse por fases, incorporándolos a asuntos que realmente les interesan, como una política agrícola de nuevo cuño liberalizador, aunque sea un reto monumental: eso desmantelaría su arista proteccionista frente a los países emergentes; impulsaría un nuevo comercio hacia el Norte (¡podrían vender tomates sin cupo!) que estimularía el desarrollo norteafricano más que cualquier ayuda a la estabilidad macroeconómica y compensaría el completo desarme industrial de los sureños. Deberían extenderse también los programas, tipo Erasmus, que más directamente benefician a los ciudadanos, pero ofreciendo también las universidades de Londres, Friburgo y Upsala, no sólo la Sorbona. Tampoco costaría tanto idear una estrategia energética que equilibrase el mono-suministro ruso y contribuyese a liberar a Europa del continuo chantaje de Moscú. Un ejemplo: siestea en los cajones de los ministerios españoles un proyecto de oleoducto Europa/Magreb/África Occidental. O, más laborioso, impulsar la democratización real de esos países por senda similar a la trazada en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal de Estrasburgo: un impulso real, con condicionalidades bien financiadas, competitivo, capaz de desafiar a modelos como el chino. Y en fin, completar el control de la inmigración ilegal con un más generoso asentamiento de la legal, mediante el otorgamiento nacional de un estatuto de ciudadanía o semiciudadanía a los inmigrantes de residencia permanente.
Ocurre al fin que España no puede rehuir el reto de encaramarse al liderazgo, al grupo de la vanguardia real comunitaria. Porque también ha cambiado. Es aún un país receptor de solidaridad de la UE. Más pronto que tarde será contribuyente neto a sus arcas. Y eso conlleva deberes. Entre otros, tirar del carro y defender los propios intereses asumiendo también como propios los de los vecinos más desfavorecidos. Aunque sean incómodos.
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