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Columna
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Que dimitan. Todos

Soledad Gallego-Díaz

El presidente accidental del Tribunal Constitucional, Vicente Conde, ha reconocido en una carta dirigida a sus colegas que la institución se encuentra en una grave situación, sin precedentes, en la que resulta difícil tomar decisiones. Conde contempla dos salidas igualmente extrañas. Una, implica la paralización del recurso de inconstitucionalidad y tendría el "gravísimo inconveniente" de admitir que es posible bloquear el Tribunal desde fuera.

La otra supondría convocar un pleno con la participación de todos los magistrados recusados, que intervendrían en el enjuiciamiento de sus propias recusaciones y de las de los demás miembros puestos en duda. Conde no explica por qué, en ese caso, no asistirían al pleno la propia presidenta, María Emilia Casas, y el vicepresidente del Tribunal, Guillermo Jiménez, que se abstuvieron en temas relacionados con sus cargos.

De cualquier forma, Conde reconoce que ese camino no tiene base legal precisa, sino que más bien contradice el criterio seguido hasta ahora por el propio Tribunal.

Seguramente somos bastantes los ciudadanos a los que se nos ocurre una tercera salida. Que dimitan, todos ellos. Que los miembros del Tribunal Constitucional hagan una mínima demostración de respeto por la institución que encarnan y que presenten unánimemente su dimisión, de manera que las otras instituciones del Estado no tengan más remedio que hacer frente a la crisis y designen a 12 nuevos miembros, 12 nuevos juristas que sepan cuál ha sido la lamentable causa por la que sus predecesores han tenido que abandonar el cargo, y que obren en consecuencia.

La situación de desprestigio y descrédito de una institución que debió ser preservada especialmente de las manipulaciones sectarias y que ha caído de lleno en semejante lodazal es responsabilidad de los políticos que han promovido esa condición, pero sus miembros no pueden pretender que los ciudadanos pasemos por alto su propia y grave responsabilidad individual, la responsabilidad de expertos, elegidos teóricamente por su reconocido prestigio, que han sido capaces de llevar a la institución que prometieron defender a la peor crisis de su historia.

Los miembros del Constitucional no pueden alegar, como los del Consejo General del Poder Judicial, que son víctimas de un embrollo causado por los partidos. En el CGPJ existe únicamente un problema de renovación de cargos, provocado desde fuera del Consejo. En el TC no es tanto un problema de renovación como de confrontación interna, de maniobras en la oscuridad protagonizadas por ellos mismos y de un ambiente podrido de trabajo que sus integrantes no han sabido atajar.

Son ellos, los miembros del TC quienes aceptaron abrir el juego de las recusaciones de origen político con el caso Pérez Tremps. Sin duda, unos miembros del Tribunal son mucho más responsables que otros y algunos de ellos no se merecen que su carrera profesional quede manchada por esta desgraciada manipulación. Es muy probable que no resulte justo atribuirles la misma culpa ni exigirles la misma responsabilidad. Pero, a estas alturas, y desde el punto de vista del prestigio de la institución, ya da exactamente igual. Más importante que defender su propio honor, es decir, la cualidad moral que debió llevarles al cumplimiento de sus propios deberes, importa defender al Tribunal. Aunque sea a través de un remedio de caballo.

Mejor eso, una verdadera crisis que obligue a los partidos a replantearse el funcionamiento del Tribunal Constitucional y que escalde a sus futuros integrantes, que una salida en falso que tiña cualquiera de sus actuaciones futuras con argumentos políticos malamente enmascarados tras débiles argumentaciones jurídicas. Mejor que terminemos pensando que estos integrantes del Constitucional fueron capaces, en el último minuto, de ofrecer una solución casi heroica, y no que se obcecaron hasta el final, por encima de la evidencia: no cuentan ya con el prestigio ni la confianza necesaria.

Quizás, en el futuro, sea posible hacer caso a los ilustres autores que llevan años pidiendo que se elimine la posibilidad de que la minoría política presente recursos de inconstitucionalidad contra leyes que no pudo modificar en el Congreso. Ese tipo de recurso no existe en la mayoría de los países democráticos y donde existe, se utiliza con cuentagotas. Muchos especialistas creen que el recurso de inconstitucionalidad, que está en el origen de toda esta lamentable batalla que ha abierto el PP, debería reservarse a las comunidades autónomas, al Gobierno, al Defensor del Pueblo y, quizás, a las Cortes en pleno. Es decir, una nueva regulación que reduzca el recurso de inconstitucionalidad a instrumento para dirimir conflictos territoriales.

Pero, de momento, lo urgente es recuperar la herencia de Manuel García Pelayo, de Francisco Tomás y Valiente y de quienes fueron sus seguidores. Y eso ya no está en manos de los partidos, sino de los actuales integrantes del tribunal.

solg@elpais.es

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