Mongolia: entre el cielo y la tierra
"¿Qué es un caballo?".
Sandandavag, de 73 años, se queda en silencio, mira fijo con sus ojos acuosos y aprieta los labios. No es que este hombre de rostro ajado por el sol y el viento de la estepa no sepa qué decir, sino que parece pensar cómo alguien puede preguntar en Mongolia tamaña estupidez. Él ha pasado toda la vida cabalgando, pastoreando, desplazándose de un sitio para otro varias veces al año, como gran parte de la población de este país nómada de 2,9 millones de almas, y si hay un animal que conoce, ama y respeta, como todos los mongoles, es el pequeño y robusto equino autóctono. Así que, tras unos segundos, rompe el silencio y dice: "Un caballo es un caballo".
Sandandavag vive en una yurta (la vivienda redonda tradicional mongola, fabricada con fieltro blanco), en las afueras de Kharkhorin, un pueblo inhóspito situado 370 kilómetros al suroeste de Ulan Bator, junto a las ruinas de Karakorum, la antigua capital del imperio. A su lado corretea su nieta, una niña preciosa de mejillas doradas y pelo revuelto. El sol acaricia el horizonte y arroja los últimos rayos sobre las murallas coro¬nadas por estupas blancas del monasterio budista de Erdenuzuu (1585). Entre el sol menguante y la luna, que ha hecho su aparición sobre las colinas rasas, el monasterio adquiere un aire mágico.
Mongolia tiene algo misterioso, que alcanza como un dardo apenas aparece en la ventanilla del avión. Aunque cualquier país es diferente de todos los demás, Mongolia quizá lo sea un poco más. Todo él es paisaje, naturaleza, abierto e infinito. Parece suspendido entre el cielo y la tierra, entre las estrellas y la hierba que cubre sus praderas hasta donde alcanza la vista.
Cuando el mundo está volviendo poco a poco la mirada hacia la madre tierra, hacia aquello de donde procede, Mongolia nunca la ha abandonado. Sus gentes viven en intensa comunión con el suelo. Con los ríos, los lagos y las montañas. Los animales que la pueblan son reyes y símbolos, amigos y remedios.
El avión comienza a descender. Semeja planear en busca de la pista. Allí abajo, a ambos lados del fuselaje, destacan cuadriláteros de terreno, cercas de madera, en cuyo centro se levantan redondeles blancos. El aire es puro; ya tendrá tiempo de ennegrecer cuando el humo de las estufas de carbón cubra el valle con una nube negra en lo más crudo del invierno.
Los botones blancos son las yurtas (llamadas localmente ger), en las que viven muchos de los habitantes. Algunos, porque siguen practicando el nomadismo, en busca de los mejores pastos; otros, asentados en las afueras de la ciudad, porque no pueden acceder a una vivienda de cemento y ladrillo, y otros más, porque las añoran de su infancia y las levantan junto a la casa de obra. Redondeles blancos, como cabezas de alfileres vistos desde el cielo, que acompañarán al viajero que peregrine por este territorio de 1,5 millones de kilómetros cuadrados (tres veces España), envolviéndole en una sensación casi cósmica. No en vano, los nómadas dicen que la yurta es el centro del universo, y su techo, la bóveda celeste
Mongolia se encuentra enclavada entre dos gigantescos vecinos, enemigos en el pasado: Rusia, al norte, y China, al sur. Con forma de óvalo irregular, mide un máximo de 2.392 kilómetros de este a oeste y 1.259 de norte a sur. Su situación, en el centro de Asia oriental, alejada de todo océano, convierte su clima en extremo, con inviernos largos y muy fríos, y veranos entre frescos y calurosos. El paisaje es muy variado, con altas estepas, desiertos, bosques y cadenas montañosas. El pico más alto es Nayramadlin, también llamado Huyten, que alcanza 4.374 metros.
Quien llega a Mongolia percibe tres fenómenos de inmediato: el cielo azul, el horizonte sin fin y el silencio. Incluso la capital, Ulan Bator, con sus 800.000 habitantes (algunos fijos, otros temporales), es silenciosa. Quizá sea debido al alma profunda de este pueblo, nacido en medio de lo que para algunos podría parecer la nada; aunque, siendo más cartesiano, la causa es la baja densidad de población -una de las menores del mundo-, su escasa urbanización y sus espacios abiertos.
Conocida antaño como Urga, Ulan Bator es un mosaico de tradición nómada, herencia soviética e incipiente modernidad. Yendo desde fuera hacia dentro, la periferia alterna barrios populares de inmuebles modestos de cuatro o cinco plantas con barriadas de yurtas y construcciones de tablones de madera. Luego surgen edificios más antiguos, de los años en que el país se encontraba bajo el paraguas de Moscú, con su estilo frío y racional. Uno de los máximos exponentes de aquellos tiempos -que acabaron en 1990, con la llegada de la democracia- es el hotel Ulaanbaatar (nombre de la capital en mongol), un conjunto de pasillos sobrios y habitaciones solemnes, reducto de una época pasada. En un pequeño parque, frente a la entrada de este imponente paralelepípedo, se eleva aún una estatua de Lenin. A sus pies dormitan durante el día los mendigos y merodean las mozas de fortuna. A pocos metros aparcan a primera hora de la mañana los todoterrenos, que llegan para recoger a turistas occidentales, vestidos de safari, en busca de aventuras organizadas.
El corazón de la ciudad es la plaza Sukhbaatar, flanqueada al norte por el Parlamento, y al este, por el Palacio de la Cultura y el Teatro de la Ópera. Su pavimento sirve de pista de patinaje a los jóvenes que, cogidos de la mano, dan vueltas con destreza bajo la mirada de las familias que pasean al atardecer. Una estatua enorme de Gengis Kan -unificador de las tribus mongolas, en 1206- preside la plaza, a las puertas del Parlamento. Fue colocada el año pasado, con motivo del 800º aniversario del cónclave en el que quien al nacer fue llamado Temujin asumió el liderazgo de los mongoles y se proclamó Gengis Kan (Gobernante Universal). El bronce sustituyó al mausoleo de Damdin Sukhbaatar, el líder revolucionario que logró la independencia de China en 1921, pero entregó el país al comunismo, bajo el yugo soviético.
A tiro de flecha del Parlamento se encuentran dos de los principales museos de la ciudad, el de la Historia de Mongolia y el de Historia Natural. El primero, bien organizado y didáctico, presenta un recorrido desde la llegada de los primeros seres humanos a las estepas euroasiáticas hasta la actualidad, con un lugar protagonista para "el padre de la nación mongola" y sus sucesores: su hijo Ogedei o su nieto Kublai Kan. Una maqueta muestra una recreación de Karakorum, la capital del imperio, establecida en el año 1220.
El segundo, el Museo de Historia Natural, ofrece una extraordinaria colección de restos paleontológicos encontrados en el desierto de Gobi. Los primeros descubrimientos de envergadura -entre ellos, los primeros huevos de dinosaurio conocidos por la ciencia- fueron realizados por las expediciones del aventurero estadounidense Roy Chapman Andrews, en la década de 1920. Uno de los fósiles más impresionantes, el llamado "lucha de dinosaurios", encontrado por una expedición polaco-mongola en 1971, muestra a un Velociraptor y un Protoceratops que fueron sepultados vivos -probablemente por el desplome de una duna o por una tormenta de arena- en pleno combate mortal hace 80 millones de años.
Ulan Bator, que hace 90 años tenía sólo 50.000 habitantes, ha sufrido un rápido proceso de crecimiento debido a la emigración rural. La mayoría de la gente ha llegado escapando de la pobreza y el desempleo. El 36% de la población de Mongolia vive por debajo del umbral de la pobreza. El producto interior bruto (PIB) per cápita fue de 2.100 dólares en 2006.
El carácter de sus gentes está profundamente marcado por la libertad de movimiento que tradicionalmente ha protagonizado su existencia, la inmensidad de los paisajes y la convivencia en la yurta. Los mongoles son amables, estoicos, curiosos y extremadamente hospitalarios -algo, en ocasiones, imprescindible para la supervivencia, cuando las temperaturas descienden en invierno hasta 50 grados bajo cero-; pero son de sonrisa medida y poco proclives a dar las gracias abiertamente como se estila, a veces en exceso, en Occidente. Porque, para el mongol, el agradecimiento llega a modo de gesto o símbolo posterior. Sin necesidad de palabras ni aspavientos.
A los mongoles no les gusta que les toquen el hombro, porque, según aseguran, al hacerlo se les roba la energía. Ni tampoco la cabeza. Y no pueden prestar el cinturón ni el casco. Cuando se les pregunta el motivo, dudan sobre la respuesta, pero vienen a la cabeza los tiempos en que los feroces guerreros mongoles, ataviados con extraordinarias corazas, cascos y todo tipo de armas, conquistaron Asia. El imperio mongol, iniciado por Gengis Kan (1162-1227), fue uno de los mayores de la historia, y durante sus casi dos siglos de existencia llegó a extenderse desde la península coreana hasta Irán y Hungría. El 8% de los asiáticos porta un cromosoma que parece estar directamente ligado a Gengis Kan.
El 80% de la población se declara seguidor del budismo mahayana, practicado en Tíbet, aunque en algunas regiones del norte, éste se ha mezclado con chamanismo. El principal monasterio del país es el de Gandan, construido en 1838, en la capital. Alberga varios templos, la universidad budista de Mongolia y el Colegio de Medicina Tradicional y de Astrología. El recinto, que llegó a tener dos docenas de capillas y una extensa biblioteca de documentos religiosos, como sutras (escrituras budistas), sufrió graves daños durante la represión religiosa llevada a cabo por los comunistas en la década de 1930, cuando las autoridades destruyeron 900 monasterios en todo el país, confiscaron el ganado, asesinaron a miles de monjes y forzaron a los demás a abandonar la vida de oración. El número de religiosos en Mongolia pasó de 100.000 en 1924 a 110 en 1990. Pero, con la democratización, el budismo volvió a florecer, y actualmente hay unos 900 monjes en Gandan.
El recinto está presidido en el lado norte por un edificio con forma de pirámide truncada y gruesos muros blancos, coronado por dos pisos de tejados curvos. Simboliza la independencia de Mongolia. En su interior se venera a Janraisig, el bodhitsattva de la compasión: una estatua de 26 metros de alto recubierta de oro cuyo original fue enviado a Rusia durante la II Guerra Mundial, fundido y utilizado para fabricar munición. La figura fue levantada de nuevo en 1990 gracias a una campaña de suscripción popular. Enormes columnas sostienen el templo, decoradas con dibujos de nubes, olas y dragones. En los laterales, más de 1.500 pequeños budas dorados, envueltos en tejidos naranjas, rojos y violetas, dormitan en hornacinas en la oscuridad.
El Palacio de Invierno de Bogd Khan (1869-1924), octavo buda viviente y último rey mongol, conocido por su pasión por los animales salvajes; el monasterio Manzushir, o el pequeño templo de Chojin Lam, atraen también a fieles y visitantes en busca de una muestra de lo que fue la ciudad a principios del siglo XX.
Pero el mayor choque en Mongolia llega al dejar sus escasas ciudades, cuando el todoterreno UAZ, de fabricación rusa, se lanza dando tumbos por sus pistas de tierra polvorienta en verano, congelada en invierno; cuando la pradera se convierte en una autopista sin límites y el vehículo navega como un velero sobre la hierba. Inmediatamente viene a la memoria Urga, aquella deliciosa película de Nikita Mikhalkov en la que el pastor Gombo y su familia, que viven satisfechos con su rústica existencia en una yurta en la estepa, ven alterada su vida cuando un camión ruso, conducido por Serguéi, queda atorado en las proximidades. Un choque de culturas que se convertirá en amistad.
Al caer la noche se comprende el amor de los mongoles por el cielo y las estrellas. Los nómadas adoran las constelaciones. Las mujeres ofrecen leche a la Osa Mayor para proteger la vida de los suyos, sus animales y pertenencias; para hacer huir a los lobos y rogar por un invierno clemente. Cuenta un occidental cómo, hace años, cuando recorrió el país durante un mes con algunos amigos locales, tuvo una experiencia casi mística al contemplar el firmamento repleto de estrellas, con una claridad y una cercanía que nunca había vivido. "Tumbado en la pradera, parecía estar allí arriba, en medio de las estrellas. Fue una sensación única", dice.
Recuerda también que un día vieron desde el coche a un hombre en medio de la pradera que les hacía señales, como si pidiera auxilio. Pararon, y cuando le preguntaron qué quería contestó: "Hablar un rato, llevo meses sin ver a nadie".
Esta soledad íntima está presente por todo el país. Incluso en los poblados que jalonan algunas de sus carreteras y traen aquellos aires de aldea fronteriza de tantas películas del Lejano Oeste. Como Lun, una hilera de viviendas precarias a ambos lados de la carretera, a 120 kilómetros de Ulan Bator, donde algunos talleres, pequeños restaurantes y una gasolinera mortecina dan servicio a un puñado de habitantes. En la casa de comidas, una joven de rostro castigado por los duros inviernos, pero de piel blanca y escote incipiente, sirve platos de arroz con cordero y cuencos de sopa a los visitantes. El polvo cubre el suelo del local, sobre el que juega a deslizarse un niño. Las flores de plástico, en pequeños jarrones sobre las mesas, imprimen aún más melancolía al lugar.
Pasan camiones cargados de cachemira, y a ambos lados de la carretera desfilan en la distancia rebaños de cabras, ovejas y camellos. Algunos mozalbetes pastorean manadas de caballos y utilizan con destreza la urga, una vara larga en cuyo extremo hay un lazo para capturar a los potros. La cría de ganado representa el 70% del valor de la producción agropecuaria del país. La mayoría de las cabezas pertenece a cooperativas. Tan sólo el 1% de la superficie de Mongolia se utiliza para cultivo. Debido al rigor del clima, sólo es posible una cosecha al año, y éstas no son numerosas y varían mucho de un año a otro.
Los mongoles se alimentan, sobre todo, de carne. Su dieta está marcada por las limitaciones de su estilo de vida, aunque en las ciudades los hábitos difieren. Los nómadas no pueden plantar vegetales ni consumir productos que requieren un horno. Su dieta, que varía con las estaciones, procede principalmente del ganado: productos lácteos, en verano; carne, con bastante grasa, complementada con harina, arroz y patatas, en invierno. Vaca, cordero, cabra, camello o caballo son comunes en el plato. Una de las bebidas más apreciadas es la leche de yegua fermentada (airag), un líquido blanquecino de sabor entre agrio y alcohólico.
La relación de este pueblo con la naturaleza es profunda. Considera el sol fuente de todo bienestar, y venera el cielo (tenger), las estrellas, el fuego y los árboles. Los animales ocupan un lugar especial en su vida. La tradición asegura que el mongol nació de la unión de un lobo y una cierva, y así lo recoge la obra literaria más antigua del país, La historia secreta de los mongoles, escrita por un autor anónimo poco tiempo después de la muerte de Gengis Kan. El oso, considerado en gran parte del país el rey de las bestias, es reverenciado como un antepasado, y los nómadas celebran ceremonias especiales cuando matan a uno para rendirle honores y calmar las almas de sus reencarnaciones. Le piden disculpas por haberle quitado la vida, argumentando que necesitaban la carne o la piel para su supervivencia. Nunca le cortan la cabeza porque esto heriría su alma. Y cuando al mongol le duelen las muelas, nada como beber medio vaso de orina de vaca de pelo rojo templada, y si se tiene la presión baja, una buena copa de sangre de cabra caliente, según recomienda la tradición.
El todoterreno avanza hacia el horizonte. Del radiocasete se escapa una melodía dulce, acompañada de instrumentos tradicionales, que se mezcla con el paisaje. El conductor parece contento, mientras trabaja en silencio. Al mongol le gusta cantar. Hay tonadillas para ordenar a un caballo que camine o se pare, y nanas para convencer a una oveja de que amamante a sus crías. Una de las mayores expresiones musicales es el urtyn duu (canción larga), un hipnótico canto gutural cuyo rango tonal es de hasta tres octavas -incluidas notas altas, en falsete-, y que evoca las vastas praderas onduladas. Como las que conducen a Dadal, a 560 kilómetros al noreste de Ulan Bator, el lugar en el que se cree que nació Gengis Kan, en la provincia de Khentii, conocida por sus bosques, lagos y ríos. O al parque nacional de Gobi Gurvansaikhan (600 kilómetros), con sus paisajes lunares, dunas de arena y yacimientos de fósiles de dinosaurios. O al lago Khovsgol (770 kilómetros), rodeado de montañas. O a Bayan-Olgii (1.600 kilómetros), en el oeste, hogar de la minoría kazaka, que emigró a Mongolia en el siglo XVIII.
La influencia occidental está abriéndose camino en Mongolia. Es posible verla en la pintura o la música, y en los restaurantes, bares y cibercafés. Uno de los locales de moda en Ulan Bator es un bar irlandés llamado Gran Kan, una muestra del culto a Gengis Kan, que ha renacido en los últimos años. Grupos de jóvenes, mezclados con la creciente comunidad extranjera, se deleitan ante enormes jarras de cerveza.
Cuando llega el mes de julio, el país celebra su festival más popular, Naadam, que reúne lo mejor de sus tradiciones. Incluye los tres deportes nacionales: la lucha, el tiro con arco y las carreras de caballos. La lucha es el deporte más antiguo y popular de Mongolia, y raro es viajar por el país sin que alguien invite al forastero a intercambiar unos agarrones, y acabar, por supuesto, derribado en el suelo, incluso por quien pueda parecer, en principio, un pequeño rival. Durante la competición, los contendientes calzan pesadas botas y visten una especie de chaquetilla. Cuando entran en el terreno saltan, bailan y agitan los brazos abiertos como si fueran águilas. Las competiciones de tiro con arco se remontan al siglo XI. La diana es marcada en el suelo, con tiras de cuero, por lo que presenta un difícil ejercicio de trayectoria para el deportista. Las distancias son de 75 metros para los hombres y 60 para las mujeres. Se utiliza el arco recurvado mongol, reconocido por su potencia, alcance y precisión. Está construido con madera -normalmente, abedul-, cuerno, hueso, cuero y tendones. Cuando no está montado aparece como un semicírculo invertido en sentido contrario a cuando está listo para el disparo.
El tercer deporte son las carreras de caballos. La edad de los jinetes varía entre 5 y 12 años. Normalmente prefieren cabalgar sin silla, y no sólo son hábiles en la monta, sino astutos estrategas, capaces de conservar las fuerzas de sus animales durante los entre 15 y 35 kilómetros que duran las carreras a través de la estepa. Los jinetes ganadores reciben un gran cuenco de airag, parte del cual vierten sobre la grupa de su cabalgadura. Al caballo, lo que es del caballo.
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