Hechos Probados
Todo se fraguó un 29 de febrero, ese día que normalmente no viene en los calendarios. La ciudad de Avilés amaneció cubierta de nieve, y José Emilio Suárez Trashorras, un ex minero aficionado a las juergas con droga y a los coches caros, apareció por Casa Tito con la intención de desayunar. Acababa de despedir a unos árabes que había conocido unos meses antes. Su vecino Rubén Iglesias, que ya estaba en el bar, se extrañó de verlo llegar tan desastrado, vestido con un chándal sucio, restos de barro en los bajos de los pantalones y pinta de no haber pegado ojo en toda la noche. Trashorras llegó acompañado por un pobre diablo llamado Gabriel Montoya Vidal y conocido como El Gitanillo.
La célula islamista, compuesta al menos por 22 personas, consiguió en Asturias la dinamita para el gran atentado
El 29 de febrero, la dinamita sacada de Mina Conchita quedó depositada en la casa de Morata de Tajuña
Testamento de uno de los suicidas: "Pido a Alá que me facilite el martirio y me una a vosotros en el paraíso"
"En el nombre de Dios, el Misericordioso. Éste es mi testamento" (Abdallah, suicida de Leganés)
La Kangoo encontrada el 11-M y la bomba hallada en una mochila pertenecían a los mismos terroristas
El estudio del teléfono móvil encontrado por el artificiero Pedro en la mochila llevó a la detención de Zougham
La policía emprendió una desesperada carrera contrarreloj para encontrar a los culpables del 11-M
En el disco duro del ordenador hallado en Leganés aparecieron instrucciones terroristas bajadas de Internet
-Hemos estado de copas toda la noche -se justificó Trashorras ante su vecino.
Rubén dio por buena la explicación, pero no se la creyó. "José Emilio era muy pijo y se arreglaba mucho, solía salir bien vestido, hasta de corbata. Por eso le llamábamos Tito Winnie".
En los coches que Trashorras vio partir viajaba un marroquí de 29 años, nacido en Taourit, un pueblo del Atlas, y al que llamaban Abdallah. Nada más llegar a Madrid, y tras descargar la dinamita que habían conseguido en Asturias, el tal Abdallah -cuyo nombre verdadero era Abdennabi Kounjaa- buscó tres cuartillas cuadriculadas y escribió en árabe:
-En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Este es mi testamento y espero que se lea con prudencia.
Abdallah ya presentía que iba a morir. Su célula islamista, compuesta por al menos 22 personas, acababa de conseguir la dinamita necesaria para perpetrar un gran atentado en Madrid. Además de Abdallah, trabajador ocasional en busca de papeles -llegó a ser profesor de niños musulmanes en un pueblo de Navarra-, la célula terrorista estaba integrada por los personajes más dispares. Un traficante de hachís casado con una española que acababa de radicalizarse después de una temporada en una cárcel de Marruecos. Un economista que trabajaba en una inmobiliaria. Un mujeriego especializado en reparación de lavadoras. Dos hermanos originarios de Tetuán apellidados Akcha. Un estudiante brillante, conocedor de varios idiomas, hijo de un notario de Nador. Un fontanero y albañil especializado en chapuzas. Un atleta de medio fondo, inmigrante de segunda generación, al que su padre había echado de casa por vago. Un carnicero de Lavapiés amigo de las discotecas, un marroquí que regentaba un locutorio en el mismo barrio, muy cerca de la carnicería, y que también reparaba móviles y vendía tarjetas de prepago... Lo heterogéneo del grupo no entorpecía sus planes terroristas, sino más bien lo contrario. Todos -desde sus respectivas habilidades y niveles de formación- buscaban un fin común, el mismo que Abdallah se esmeró en plasmar en su testamento, un texto que era también una despedida:
-Para mi mujer: tu marido ha vivido añorando este cometido, así doy gracias a Dios por haberme orientado por este camino. Te quiero decir que no hace falta que subas a España. Agradece a Dios que estás bien con tu familia. Sería ilícito que subieras. Cuida a tus hijos, enséñales el Libro de Dios y la sunna del profeta de Alá (Dios reza por su alma) hasta que encuentres a tu Dios. Que sepas con certeza, que yo he dejado a mis hijos no por deseo mío, sino por cumplir una orden de Dios, el Todopoderoso y Altísimo.
Aquel 29 de febrero no había sido un día fácil para Abdallah. De hecho, cuando se puso a escribir, ya hacía muchas horas que estaba en vela y aún le quedaban muchos párrafos antes de concluir su despedida.
Nada más llegar de Avilés, los terroristas descargaron el explosivo en un agujero previamente impermeabilizado de una finca de Morata de Tajuña (Madrid). El zulo había sido excavado por el albañil del grupo, Otman El Gnaoui, siempre según las instrucciones de uno de los líderes de la banda, un tipo flacucho y pendenciero, un camello de poca monta por las calles de Madrid hasta que se radicalizó durante una temporada que pasó a la sombra en una cárcel de Marruecos. El Chino, que así le llamaban a Jamal Ahmidan por sus ojos pequeños y rasgados, se movía a sus anchas por los bajos fondos, su hábitat natural en sus tiempos de traficante y ladrón. Solía gastar pasaportes falsos y una pistola siempre dispuesta por si los negocios se complicaban. Ese conocimiento del medio fue de gran utilidad para la célula islamista. Otros en la banda, más ilustrados, entendían de libros, de aleyas del Corán, de ordenadores y de teléfonos móviles, pero en la fase de preparación del atentado todos dependían de él. Sólo El Chino -un ex yonqui casi analfabeto- se las podía ingeniar para encontrar 200 kilos de dinamita. Y sobre todo, para hacerse con los alijos de hachís suficientes para pagar su importe.
La operación de intercambio se inició varios meses antes, concretamente el martes 28 de octubre de 2003. Cuatro personas se sentaron a la mesa del McDonalds de Carabanchel, al suroeste de Madrid, justo enfrente del hospital Gómez Ulla. El primero era Suárez Trashorras, que quería hachís para trapichear en Avilés. El segundo y el tercero, los integrantes de la célula -El Chino y Rachid Aglif, el carnicero de Lavapiés- que buscaban la dinamita. La cuarta persona era el intermediario. El que puso en contacto a dos mundos tan distintos se llama Rafá Zouhier, un marroquí criado en Madrid y dispuesto a trabajar en lo que se encartara, sin remilgos, ya fuera de matón de discoteca o de stripper embadurnado de aceite, de atracador de joyerías o de confidente de la Guardia Civil. Los árabes le propusieron a Trashorras que les suministrase una partida de 60 kilos de dinamita.
En una mesa cercana, Carmen Toro, por aquel entonces esposa en ciernes de Trashorras, y su hermano Antonio esperan junto a un amigo de Avilés el fin de la reunión.
En la mesa principal, los cuatro hombres hablan de dinamita. Trashorras sabe dónde encontrarla. El lugar se llama Mina Conchita. Él trabajó allí hasta que le concedieron una pensión de invalidez por esquizofrenia. La falta de control es absoluta. Además, Suárez Trashorras conoce a gente dentro, voluntades dispuestas a ser torcidas a cambio de un precio adecuado. El asunto promete. Los cuatro quedan en verse de nuevo.
La segunda reunión se produce un par de semanas después, a mediados de noviembre, en otro McDonalds de Madrid, esta vez en la zona de Moncloa. Trashorras, su prometida, Antonio Toro, Rachid Aglif, El Conejo, Jamal Ahmidan, El Chino, y Rafá Zouhier. Juntan dos mesas. Hablan de una deuda pendiente de hachís que el ex minero asturiano se compromete a pagar, en parte o por completo, con entregas de dinamita.
La primera entrega tiene lugar el 5 de enero. Un chaval de Avilés, Sergio Álvarez, también conocido como Amokachi, acepta el trato que le ofrece Suárez Trashorras: 600 euros a cambio de transportar en un autobús de línea hasta Madrid una bolsa cerrada con un candado. Sergio barrunta que la pesada bolsa -unos 40 kilos- esconde algo delictivo, incluso es probable que no desconozca que se trata de dinamita, pero cumple el encargo. En la estación de Méndez Álvaro entrega la carga a un marroquí de ojos achinados y regresa en el autobús de línea. Trashorras, en vez de pagarle con los 600 euros acordados, le entrega una bola de hachís de unos 200 gramos que Sergio y sus amigos se fuman esa misma noche, la noche de Reyes de 2004.
Trashorras recluta aún a dos infelices más para que bajen a Madrid con bolsas similares y con idéntica carga. Pero a la célula de El Chino el ritmo de entrega le parece insuficiente. No puede esperar más. Deciden subir ellos, recoger todo el explosivo de una tacada y volver a Madrid.
El sábado 28 de febrero un frente frío estremeció todo el norte de España, con viento, lluvia y nieve. Y justo esa tarde, Trashorras subió a Mina Conchita en un coche acompañado por El Gitanillo. Les seguía otro vehículo, un Golf de color negro en el que viajaban El Chino, uno de los hermanos Akcha y Abdallah, el antiguo profesor de niños musulmanes, al que le faltaba un día para comenzar a redactar su testamento en unas cuartillas:
-Para mis suegros: os confirmo que yo he dejado este mundo porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con mi Dios y que esté contento conmigo. Os pido cuidar a vuestra hija. No dejéis que vaya a la tierra de los infieles. Vosotros no sabéis dónde está el Bien. Guardaos vosotros mismos y a vuestros familiares del Infierno, si de verdad sentís responsabilidad hacia vuestra hija y sus niños. No os pongáis tristes por despedirme, gracias a Dios me siento feliz en esta senda. Que la paz y la misericordia estén con vosotros.
Por el camino a la mina, Trashorras decide dar la vuelta y volver a casa. Allí recoge unas botas de montaña y se las presta al Chino, que se había desplazado a Asturias con mocasines. Ya al pie de la mina, Trashorras y El Chino suben hasta la entrada de las galerías, donde los mineros suelen guardar la dinamita sobrante de las voladuras. Pasados tres cuartos de hora, regresan. Es entonces cuando Trashorras -en presencia de El Gitanillo- le recuerda a Ahmidan:
-Acuérdate de recoger la bolsa con las puntas y los tornillos, que se ha quedado 15 metros más adelante.
Las puntas y los tornillos a los que se refirió Trashorras aquella tarde actuarían como metralla de las bombas que el 11 de marzo estallaron en los trenes de Madrid. José Luis Sánchez, marido de Marion Cintia Subervielle, recordó hace meses que cuando su mujer era un cadáver casi irreconocible tendido en el improvisado depósito del Ifema, le arrancó un clavo que se le había incrustado en el rostro.
Vuelven todos a Avilés. Los terroristas compran en un Carrefour seis mochilas, tres linternas, yogures, un cuchillo de cocina, un paquete de magdalenas y unos guantes. A la cajera que les atendió se le quedó grabado el rostro de Ahmidan por la manera insidiosa de mirarla.
Es El Gitanillo quien los guía esta vez a la mina. El menor se queda agazapado en el coche, entre unos arbustos, mientras los integristas, con las mochilas al hombro, suben alumbrándose con la linterna que acaban de comprar. Lo hacen a través de un sendero estrecho que conduce a la mina. Tras recoger otra partida de dinamita, intentan emprender el regreso, pero se pierden en el laberinto oscuro de maleza, barro y nieve en que se ha convertido la montaña. Al final, los terroristas logran dar con el camino de vuelta. Llegan al garaje del ex minero, donde sacan los explosivos de las mochilas y los meten en el maletero de uno de los coches. Y vuelta a por más dinamita...
Ya al mediodía del día 29 de febrero, los tres terroristas salen en dirección a Madrid. El Chino conduce el coche que abre la marcha. Los otros dos van detrás, con el maletero lleno de Goma 2 Eco. El Chino llama a otro miembro de la banda en Madrid, el albañil-fontanero Otman El Gnaoui, y le ordena que suba a su encuentro y que le lleve su pistola. Se lo pide dos veces. La primera a las dos de la tarde. La segunda a las cinco menos cuarto, 10 minutos después de que la Guardia Civil le detuviera, le multara por exceso de velocidad y por no tener la documentación en regla y le dejara marchar gracias a que el Chino exhibió uno de sus carnés falsos.
Ya esa misma tarde, la dinamita quedó escondida en el agujero impermeabilizado que excavó el albañil Gnaoui en una finca de Morata de Tajuña, casi una chabola, en la que hay cabras y gallinas, y que servirá a partir de ese momento de cuartel general de la célula yihadista. Los explosivos están a buen recaudo, secos. Los teléfonos móviles que servirán de temporizadores, comprados. La fecha elegida, el 11 de marzo, dos años y seis meses después del 11-S, ya está fijada. Abdallah sigue redactando su última carta. Sin pretenderlo, resume la mentalidad y la locura compartida de todos sus compañeros:
-No os entristezcáis. Juro por Alá que yo invoco a Dios y le pido que me facilite el martirio y que me una con vosotros en el Paraíso, así, vosotros también invocad a Dios en todas las oraciones. No soporto vivir en este mundo, humillado y débil ante los ojos de los infieles y los tiranos (...). Doy gracias a Dios que me llevó a este camino. Si Dios me predestina la cárcel, os diré lo mismo que dijo el Shaykh Ibn Taimiyya: "¿Qué podrán hacer conmigo mis enemigos? Si me encarcelan será para mí un retiro, si me destierran será un viaje, y si me matan seré mártir".
La mañana del 11 de marzo, los terroristas, que llegan a la estación de Alcalá de Henares a bordo de una furgoneta Renault Kangoo, consiguen colocar 13 mochilas o bolsas cargadas de explosivos conectados a temporizadores para que estallen simultáneamente. De las 13, estallan 10. La primera, a las 7.37 minutos. La última, a las 7.40. Esa bomba, la última bomba, fue colocada por el dueño del locutorio de Lavapiés, Jamal Zougam, en el cuarto vagón de un tren que había salido a las 7.14 de la estación de Alcalá. Explotó cuando estaba parado en el andén de la vía 1 de la estación de Santa Eugenia. 14 personas murieron en el acto. Hay heridos que salen de los trenes aturdidos y sonámbulos, y sólo tienen fuerzas para tumbarse en la grava, al lado de las vías, a la espera de que venga alguien y les arranque de esa pesadilla en la que acaban de ingresar.
Las noticias del horror empezaron a circular inmediatamente. Las emisoras de radio fueron transmitiendo al país -un país que 72 horas después celebraba unas elecciones generales-las cifras crecientes de la matanza. El resultado final, terrible, fue el de 191 personas muertas: 34 en la estación de Atocha, 63 en la calle Téllez, 65 en la estación de El Pozo, 14 en la estación de Santa Eugenia y 15 más que se fueron muriendo en distintos hospitales de Madrid. Otras 1.857 personas resultaron heridas. Muchas de ellas aún no se han recuperado. Cómo símbolo trágico del dolor está el caso de Laura, en coma desde entonces. El día de los atentados, Laura tenía 26 años. Su vida desde entonces no ha sido vida y, por si fuera poco, a su familia ni siquiera le queda el consuelo de que Laura, apartada criminalmente de la vida, se refugie al menos en un sueño neutro. Porque Laura sufre. Lo contó su hermano durante el juicio. "Se le ve en el rostro, por ejemplo cuando bosteza. Se pone roja. También sufre cuando vomita o cuando las enfermeras la mueven para lavarla. Se ve claramente, Laura sufre".
Sobre las 10 de la mañana del 11 de marzo, el conserje del número 5 de la calle del Infantado, un edificio de Alcalá de Henares plantado justo enfrente de la estación de Renfe, no deja de darle vueltas a la cabeza. Tres horas antes, cuando se dirigía al apeadero para recoger los periódicos gratuitos, había observado cómo tres individuos se bajaban de una furgoneta, una Renault Kangoo de color blanco, y se dirigían a la estación con mochilas o bolsas de deportes cargadas a la espalda. Al conserje, llamado Luis Garrudo, le llamó la atención que aquellos individuos fueran muy abrigados, con gorros y bufandas, cuando no hacía tanto frío. Aunque en un primer momento no relacionó su encuentro fortuito de la mañana con las explosiones que unos minutos después se produjeron, ahora ya no tiene duda. Se pone en contacto con el presidente de la comunidad de vecinos y éste a su vez se lo cuenta a la policía. En cuestión de segundos, los agentes rodean la Kangoo y establecen un perímetro de seguridad por si se trata de una trampa dejada a propósito por los terroristas para causar más muertes.
Madrid es a esa hora un caos de muerte y destrucción, pero también un ejemplo de cómo una ciudad entera se vuelca en la ayuda de las víctimas. Policías y sanitarios libres de guardia se presentan voluntariamente en comisarías y hospitales, los ciudadanos hacen cola para donar sangre, los taxistas apagan los taxímetros y se ponen al servicio de lo que haga falta, los conductores -avisados por la radio de lo que está ocurriendo-atienden cómo nunca lo habían hecho la petición de las autoridades para que las calles queden expeditas.
Un gabinete de crisis se ha instalado en la sede del Ministerio de Agricultura, frente a la estación de Atocha, y ya el juez Juan del Olmo y la fiscal Olga Sánchez, de guardia esa mañana, están bajando, junto al alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, las escaleras mecánicas de la estación de Atocha. El espectáculo de destrucción que están a punto de contemplar jamás lo olvidarán en sus vidas.
La policía, después de asegurarse con la ayuda de perros adiestrados de que la furgoneta no esconde ninguna trampa, la traslada al macrocomplejo policial de Canillas. Allí, expertos de Policía Científica van vaciando la furgoneta. Obscenamente mezclados aparecen los objetos propiedad de José Garzón, el trabajador al que unos días antes los terroristas sustrajeron la Kangoo, y los útiles necesarios para matar a 192 personas. "Un chaleco reflectante, dos triángulos de emergencia, dos bufandas, un slip, un sobre, una multa de aparcamiento, varias cintas de radiocasete -una de ellas, de la Orquesta Mondragón-, una factura de recambios, una cinta de casete con caracteres árabes, una bolsa de basura de color azul semitransparente con siete detonadores industriales eléctricos y un extremo de un cartucho de dinamita plástica de color blanco marfil con papel parafinado...". En dos de los detonadores, figura una etiqueta con la leyenda UEB DETONADOR ELECTRICO - BLASTING CAP - DETONATEUR ELECTRIQUE - Made in Spain/CE 0163 -.
Doce horas después, a las dos de la madrugada del 12 de marzo, en una comisaría de Vallecas, una agente de policía en su primer día de servicio abre una mochila de las recogidas entre los efectos de las víctimas en la estación de El Pozo y se encuentra una bomba. Un experto en desactivación de explosivos -el artificiero Pedro-se la lleva al cercano parque de Azorín.
- Metí el dedo en aquella masa gelatinosa. Luego lo saqué. Olía a almendras amargas.
Serían las dos y media de la madrugada del viernes 12 de marzo. La bomba fue desactivada. El teléfono móvil era un Mitsubishi Trium con dos agujeros en la carcasa de los que salían dos cables de color azul y rojo que iban a un detonador de cobre, metido dentro de 10 kilos de dinamita plástica. La mochila contenía además 640 gramos de tornillos y clavos para que funcionaran como metralla. La bomba no explotó porque uno de los cables que partían del teléfono estaba desconectado. Pero lo más importante era que el detonador tenía una inscripción. UEB DETONADOR ELECTRICO - BLASTING CAP - DETONATEUR ELECTRIQUE - Made in Spain/CE 0163.
Exactamente la misma inscripción que el detonador encontrado en la furgoneta Kangoo encontrada junto a la estación de Alcalá de Henares. La pista era buena.
La furgoneta Kangoo registrada por la mañana y la bomba desactivada a la madrugada siguiente pertenecían a los mismos terroristas. Ahora urgía investigar el teléfono móvil que el artificiero Pedro había conseguido separar de la dinamita. El estudio del teléfono y de la tarjeta que contenía llevaron a la detención de Jamal Zougam, un marroquí ya investigado por las policías de varios países, el propietario del locutorio Nuevo Siglo en el barrio madrileño de Lavapiés.
Por otra parte, los detonadores encontrados en la furgoneta Kangoo remiten a una empresa de explotación minera de Asturias, Caholines de Merilles. El martes 16 de marzo, dos inspectores de policía y un miembro del Centro Nacional de Intenligencia (CNI) se desplazan hasta la empresa y reclaman un listado completo de los trabajadores. Mientras lo estudian reciben un aviso de la comisaría central de Madrid confirmándoles la pista asturiana: algunas de las llamadas efectuadas con las tarjetas telefónicas relacionadas con Jamal Zougam remiten también a Asturias.
El miércoles, los tres agentes visitan la comisaría de Avilés: allí hay alguien que les está esperando, que sabe que el cerco se estrecha y que tarde o temprano van a dar con él. Se llama José Emilio Suárez Trashorras y les habla a los policías de tres marroquíes que vinieron a Asturias el 28 de febrero, el día de la gran nevada. Sobre todo les habla de uno, del que más conoce, Jamal Ahmidan, al que todos llaman El Chino pero que Trashorras denomina Mowgli porque, según él, se parece al niño de la película de dibujos animados El libro de la selva.
Estos tres policías constituyen la punta de lanza de todo un ejército de agentes, especialistas e investigadores españoles que trabajan para el mismo fin. Acaban de obtener el segundo de los nombres clave para descubrir y localizar a la banda terrorista. Ese mismo día, un oficial de la Guardia Civil obtiene lo mismo, por sí solo, sin ningún esfuerzo, gracias a la llamada de un matón de discoteca que trabaja en lo que sale y que a veces actúa de chivato policial
"El Chino tiene detonadores, tiene... tiene... mandos a distancia, tiene, tiene Goma 2...". Le explica que después de haber pasado tres años en la cárcel, Ahmidan volvió a España "ya con el rollo de Alá, ¿sabes lo que te digo?, o sea, ya no bebe nada de alcohol, ya no roba ni na... empezó a traficar, vino aquí a liarla, a liarla, te lo juro por mi padre, que es que vamos... estoy segurísimo que es él". El guardia civil actúa como si no le creyese del todo. Y Zouhier añade, para convencerle: "Ese tío siempre hablaba del rollo del teléfono, no hablaba de detonadores, siempre hablaba del teléfono, de teléfonos, ¿sabes? quería saber cómo se hacía ¿entiendes? Lo de hacerlo con el teléfono".
La información llega tarde y es ya inútil. De hecho, los mandos policiales saben en ese momento que se enfrentan a una banda peligrosa que huye hacia delante con intención de volver a matar, que conserva kilos de explosivos y que son capaces, en última instancia, de hacerse saltar por los aires si se ven cercados.
De hecho, el 2 de abril los terroristas intentan, infructuosamente, explotar una bomba al paso del AVE por Mocejón (Toledo). Un vigilante les descubre mientras colocan el explosivo. Huyen, se esconden. La policía rastrea minuciosamente las llamadas cruzadas de las tarjetas interceptadas en una desesperada carrera contra el reloj. Por fin, los encuentran. Se esconden en un piso de Leganés. Son las tres y media de la tarde del 3 de abril, casi un mes después de que Abdallah comenzara a escribir en las cuartillas:
-Para mis hijas: vuestro padre ha sido hombre de valores morales, y siempre ha pensado en el Yihad. Los demás querían intimidarme con el sufrimiento y la cárcel. No obstante, gracias a Dios, Él me guió para llevar a cabo aquel cometido. Os pido que seáis devotos a Dios, y que sigáis a nuestros hermanos, los muyahidines, allí donde estén, tal vez forméis parte de ellos. Ésta es la esperanza que yo deposito en vosotras, ya que la religión triunfa por la sangre y los sacrificios. No os aferréis mucho a esta vida. Qué la paz esté con vosotras.
La policía localiza el piso en la calle Carmen Martín Gaite, en Leganés. A las cuatro de la tarde, uno de los integrantes de la banda, Abdelmajid Bouchar, el atleta de medio fondo al que su padre echó de casa por haragán, descubre, al bajar la basura, que están rodeados y echa a correr en dirección a la vía del tren, mientras grita para alertar a sus compañeros. Un policía sale detrás de él sin conseguir darle alcance. "Corría exactamente mucho", aseguró después el agente. Los compañeros del huido se apostan en las ventanas y comienzan a disparar.
En el piso hay ocho integrantes de la banda. Entre ellos, El Chino y Abdallah. A las seis y veinte ya han decidido que no pasarán de esa noche. Optan por decir adiós a su gente. Serhane El Tunecino, el economista que trabajaba en una inmobiliaria, uno de los cabecillas de la banda, llama a su madre a Túnez para despedirse de ella. Los hermanos Oulad hablan con su familia... Abdallah telefonea a su hermano. Es su segunda despedida, la primera está escrita en unas cuartillas cuadriculadas.
-Para mis hermanos en el camino de Alá, en cualquier lugar: mucha gente toma la vida como camino para la muerte. Yo he elegido la muerte como camino para la vida. Tenéis que aferraros al Islam, por dicho y hecho, como actividad y yihad. El Islam no se reduce a unas cuantas oraciones en la mezquita, tal y como algunos piensan, sino que es una religión que abarca todo. Absteneos de seguir los extravíos de Satán, de humillaros y de creer en las falacias de los déspotas, de modo que el mundo entero, tanto en Oriente como en Occidente, se está riendo de vosotros. Maldecid a los tiranos y combatidlos con todo lo que tenéis de fuerza, junto con sus lacayos, los (...) de los seres humanos. Que la maldición de Alá caiga sobre los injustos.
A las ocho y media, agentes del Grupo Especial de Operaciones (GEO) de la policía cortan la luz, el gas y el agua del edificio, y conminan a los encerrados a rendirse. Media hora más tarde, los policías de élite se parapetan en el rellano de la escalera, colocan una pequeña carga explosiva junto a la puerta del piso y la vuelan. Gritan a los terroristas que se entreguen, pero éstos les contestan: "Entrad vosotros, mamones". Los policías lanzan gases lacrimógenos al interior del piso. Segundos después, uno de los terroristas activa el cinturón de dinamita que se había colocado en la cintura. De la explosión mueren en el acto todos los miembros de la banda y uno de los geos, Francisco Javier Torronteras, que esperaba en la escalera, preparado para el asalto.
Durante tres días, los investigadores rebuscan entre los restos del piso. Hallan pistas, pruebas y documentos que ayudan a desenmascarar a otros miembros de la banda. Entre otras cosas, aparecen pasaportes falsos y verdaderos, libros religiosos, papeles con números de teléfono, cintas de vídeo en las que se ve a terroristas, con la cara cubierta y armados, reivindicando el 11-M. En el disco duro del ordenador hay ficheros reveladores llenos de manuales de instrucciones, algunos bajados de internet: "El gatillo para iniciar la yihad", "Los objetivos de la yihad", "introducción a la cultura militar" y otros documentos escritos para elaborar explosivos o para actuar en caso de resultar detenido.
En una de las listas de teléfonos se incluía el nombre de Saed El Harrak, integrante de la banda y amigo del alma de uno de los suicidas. Cuando la policía registró la taquilla que El Harrak utilizaba en su trabajo, en la empresa Encofrados Román, encontró una bolsa de deportes. En su interior había un sobre con unas hojas que su hermano en la fe Abdallah le había confiado cuando ya tenía la dinamita y empezó a sospechar que el final se acercaba. La primera frase decía así:
-En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Soy Abdenabi Kounjaa. Este es mi testamento y espero que se lea con prudencia.
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