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Columna
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Ha llegado a su destino

Cuando la ministra de Vivienda propuso pisos de 30 metros cuadrados, la mitad del país quiso meterla en uno de ellos y tirar la llave al Manzanares. Sin embargo, la mayoría de los madrileños pasamos el día en un espacio mucho menor: el coche. Madrid se ha expandido incontroladamente como una mancha de petróleo en el océano. Vivimos en Paracuellos, trabajamos en Tres Cantos, cenamos en casa de los amigos de Las Rozas, nos tomamos una copa en Malasaña. En un día podemos recorrer 150 kilómetros, como si hubiésemos visitado Aranda de Duero cuando, en realidad, sólo hemos ido a clase de inglés y a recoger al niño a la casa de nuestra ex.

En estado consciente (no cuentan, pues, ni las horas de sueño ni de vigilia durante los desayunos de lunes a viernes) apenas estamos cuatro horas al día en los hogares. Mucha gente llega a sus micropisos o a sus chalets adosados en el extrarradio a las ocho de la tarde tras una hora y media de atasco. Así que nos descubrimos haciendo realmente vida en el coche: comiendo y bebiendo en los semáforos, hablando por teléfono, echándonos una cabezadita si llegamos pronto a una cita, escuchando música o incluso viendo un DVD en las pantallas de los reposacabezas del monovolumen.

Hoy más que nunca los coches se han convertido en una segunda residencia

Los madrileños cada vez intimamos más con el automóvil. Antes de exigirle un comportamiento brioso y unos cilindros en V, le pedimos que nos trate bien por dentro, que nos regale muchos compartimentos, un buen equipo de sonido, tapicería de cuero, asientos calefactables, techo solar, un color bonito para la luz del salpicadero. Los propios fabricantes de coches, al margen de estudiar las líneas más aerodinámicas los motores más ecológicos y potentes, se afanan en dotar a los habitáculos de aromas agradables y de un sonido sólido y reconfortante a la hora de cerrar la puerta.

Cuando apenas teníamos 20 años estábamos obligados a recoger la mesa después de comer y a bajar a por el pan y el periódico los domingos por la mañana para ganarnos el préstamo del coche paterno. Entonces aquel Renault era un hotel, un espacio concedido por unas cuantas horas a cambio de un precio, un lugar que utilizábamos para intimar con las novias, para sentirnos aislados del mundo, independientes, anónimos como en la habitación de un NH. Pero hoy más que nunca los coches se han convertido en una segunda residencia. El asiento de atrás, con la sillita de seguridad, las manchas de papilla y los peluches es el otro cuarto del niño, mientras que nuestra pareja ha copado la guantera con su latita de vaselina, sus toallitas húmedas y su paquete de Smint.

Pasamos mucho tiempo solos en la carretera, surcando los anillos cósmicos de la M-30, la M-40 y la 50, pero el coche no deja de oler a hogar. El automóvil ni es un lugar totalmente propio ni un reducto ajeno y aséptico donde desabrochar a una amante sin remordimientos. El coche es el cuarto de estar de tu vida, ya no un cómplice, un aliado, sino mucho más: un familiar, alguien al que has entregado toda la información de tu Ipod y tu teléfono móvil a través del Bluetooth, al que confías tu destino escrito en las líneas de su navegador integrado.

Sin embargo, a pesar de la fuerte alianza que nos une al coche, necesitamos cambiarlo a menudo. Quizá porque sentimos que la hipoteca y el matrimonio los han comprometido por demasiados años, porque el sueño de un ascenso o un trabajo distinto es cada vez más inconciliable, buscamos introducir alguna alteración en nuestras vidas. Y porque no somos capaces de mejorarnos a nosotros mismos: de aprender de una vez el inglés, de adelgazar, de dejar de fumar, de pasar más tiempo con los niños. De la misma forma que casi nadie espera a que se le rompa o envejezca el móvil o el ordenador portátil para sustituirlo por otro, tampoco aguardamos a la jubilación del motor para renovar el coche.

Así que, más o menos cada lustro y sin necesidad, abandonamos en un concesionario o en las manos de un desconocido esa segunda piel de metal, ese automóvil con las cicatrices de nuestros últimos años, con el eco de nuestra versión más reciente. Nos deshacemos del nido rodante para cambiarlo por uno nuevo que no huele a nada, que no sabe a nada, en el que nunca ha vivido nadie. Y nos ponemos rumbo a Paracuellos fingiendo ser un poco más felices.

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