La peor metáfora del mundo
Al Gore exigió uno para luchar contra el cambio climático. Nicolas Sarkozy prometió otro para lidiar con el malestar y la violencia que azotan los suburbios pobres de Francia, y en EE UU un grupo de congresistas lo pidió para Nueva Orleans después del huracán Katrina. Bono, el rockero, y Desmond Tutu, el arzobispo, claman por uno para África. Gordon Brown y Bill Clinton también creen que África lo necesita desesperadamente. Lo mismo opina Mariano Rajoy. El principal sindicato norteamericano exigió uno para reactivar la industria automotriz de ese país y Bill Gates quiere uno para popularizar la tecnología de la información. También ha sido prescrito para combatir la inmigración ilegal, la debacle en Irak, la malaria, los efectos del tsunami, el narcotráfico y, no podía faltar, el conflicto palestino-israelí.
Hablar del Plan Marshall huele a dinero de otros. Por eso es tan popular
¿Cuál es esta prescripción capaz de curar males tan diversos? ¿Será la misma poción que, según Gabriel García Márquez, los habitantes de Macondo usaban para curar todas las enfermedades, alejar los males y hasta derretir balas incrustadas en el cuerpo? No; en este caso se trata del Plan Marshall.
Pedir "un nuevo Plan Marshall" para abordar un problema se ha transformado en una inevitable referencia que le da peso histórico, credibilidad y urgencia a la idea de dedicar especiales esfuerzos, y especialmente dinero, al problema de turno. Lástima que la metáfora se base en premisas falsas y equivalencias históricas completamente equivocadas.
Lanzado en 1947 por el entonces secretario de Estado de EE UU, George Marshall, el plan tenía como propósito contribuir a la reconstrucción de la Europa destruida por la guerra. En los cuatro años que duró el plan, el Gobierno estadounidense gastó en infraestructuras y programas sociales en Europa más de 13.000 millones de dólares; equivalentes a 100.000 millones de hoy.
El plan fue muy polémico en su época y aún lo es entre los historiadores. Los opositores al Gobierno del presidente Harry Truman hicieron críticas feroces. Era un blanco político muy atractivo: "¿Por qué gastar el dinero de nuestros impuestos en otros países", decían, "si aquí tenemos tantas necesidades?". En cambio, para sus defensores, el plan era indispensable por razones tanto humanitarias como económicas y geopolíticas. Serviría para dar comida y abrigo a millones de refugiados, ayudaría a reactivar las economías del continente creando así más mercados para los productos estadounidenses y contribuiría a contener el expansionismo soviético en Europa.
Algunos historiadores creen que los éxitos del Plan Marshall se han exagerado, ya que la ayuda que en efecto llegó fue relativamente poca y tardía. Aducen también que Europa igual se habría recuperado sin el Plan Marshall. Otros piensan que el plan fue un éxito incuestionable y que es quizás el mayor acierto en política internacional en la historia de Estados Unidos.
Pero esta controversia no existe para aquellos que ven el Plan Marshall como la metáfora que debe inspirar los esfuerzos para abordar su problema favorito. Para ellos las lecciones del plan son obvias: la ayuda humanitaria es eficaz para promover otros intereses nacionales menos altruistas; un Gobierno puede tener enorme impacto en crear o rediseñar las instituciones de otro país. Y por encima de todo prevalece la idea de que dedicarle una gran cantidad de dinero a un problema puede resolverlo. Desde esta perspectiva es natural que la metáfora del Plan Marshall se haya hecho tan popular.
En realidad, quizás la mayor lección del plan es cuán poco reproducible ha sido y será. Las condiciones del mundo y las de Europa en la posguerra eran muy diferentes a las de hoy o a las de otras regiones o temas para los cuales se suele proponer una solución similar. Europa ya tenía una base industrial con miles de empresas de primer nivel, un sector público competente y una dotación de capital humano que estaba entre las mejores del mundo. También contaba con universidades, tribunales, bolsas de valores, hospitales, y tantas otras instituciones de crucial importancia con siglos de experiencia acumulada. Todas estas instituciones y sus condiciones se habían deteriorado, y mucho, durante la guerra, pero no habían desaparecido. No había que crearlas por primera vez.
El Plan Marshall es una mala metáfora. Pero es una metáfora que huele a dinero. Especialmente al dinero de otros. Por eso seguirá siendo tan popular.
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