El mundo y la Cataluña que viene
Aunque nos sorprenda, el interés por adivinar cómo será el futuro de la sociedad o, dicho con el sugerente título de H. G. Wells, el intentar conocer la forma que tendrán las cosas que vendrán, es una aspiración muy reciente en la historia de la humanidad. Como muy pronto, hay que situarlo alrededor del siglo XVII, con la llegada de la Ilustración.
Con anterioridad, en las viejas sociedades tribales o agrarias, el futuro no era motivo de reflexión, por un sencillo motivo: para la mayoría de las personas el futuro era exactamente igual al pasado. ¿Qué podían hacer los simples campesinos o desheredados de la fortuna por cambiar sus perspectivas materiales? El orden social y político era inmutable. De ahí que, la resignación ante el futuro es posiblemente el rasgo que mejor define las sociedades premodernas, dominadas por la tradición y la costumbre.
El reto es la necesidad de poner el acento en las personas y la urgencia de una nueva cultura política
Sólo cuando, a partir del siglo XVIII, comenzaron a emerger nuevas fuerzas transformadoras -tecnológicas y económicas-, las sociedades europeas comenzaron a entrever que la suerte de cada uno no dependía de ningún designio superior e inalterable, sino del orden social existente. Y esa comprensión trajo una cuarta fuerza, que fue el equivalente en el campo social a las fuerzas naturales: la política de masas orientada a cambiar el orden existente.
Desde entonces, comprender la naturaleza y dinámica de esas fuerzas naturales, que a modo de los aluviones de los ríos o la erosión de las costas, transforman la realidad social en la que vivimos, se volvió una necesidad para poder influir en cómo debían ser las cosas en el futuro.
Esta aspiración a comprender la naturaleza y dinámica de las fuerzas que impulsan el cambio y las formas que tendrá el futuro se renueva e intensifica en momentos, como los actuales, en los que las transformaciones se aceleran y la incertidumbre sobre sus efectos se vuelve angustiosa.
Aprovechando la conmemoración del 25 aniversario de la edición catalana de EL PAÍS, este diario contribuyó hace unas semanas a ese tipo de ejercicio especulativo sobre el futuro de Cataluña. Vale la pena pararse a extraer algunas conclusiones. Periodistas, empresarios, académicos, economistas, politólogos, artistas y otros expertos o simples ciudadanos fueron interrogados acerca de la cuestión de cómo será Cataluña dentro de 25 años. Como era previsible, no respondieron de forma directa, porque es imposible. El futuro no se puede conocer porque no está escrito en ninguna parte. El futuro, como dijo el poeta, se hace al andar.
Pero de la lectura de las diferentes entrevistas y análisis emergen las tres fuerzas de fondo que a juicio de los entrevistados y analistas están moviendo al mundo y que, querámoslo o no, modelarán el futuro de Cataluña.
La primera de esas fuerzas es el cambio científico y tecnológico. Nunca antes, en los dos siglos anteriores, habíamos asistido a un proceso de aceleración como el que ahora estamos viviendo. La ciencia y la tecnología están cambiando las fuentes materiales de nuestra vida. Y como dice el refrán, camarón que se duerme la corriente se lo lleva. La opinión de Joan Massagué, uno de nuestros más reputados profesionales internacionalmente -Ernest Lluch me dijo hace ya años que será Nobel de Medicina-, es que en el campo científico y tecnológico en Barcelona están ocurriendo cosas. Y que para que se consoliden son necesarios dos factores. Por un lado, blindar y mantener el esfuerzo público en investigación al margen de coyunturas políticas. Por otro, que es lo que en su opinión más interesa, atraer talentos, vengan de donde vengan. Esta opinión es compartida por Carmen Balcells, cuando dice que lo más importante es no perder el talento existente, que es el principal activo para nuevas iniciativas.
La segunda fuerza transformadora que emerge de ese análisis es el cambio económico. En este terreno, las opiniones del empresario Ramón Roca son reveladoras: dado que la economía es global, la empresa catalana ha de internacionalizarse y asumir nuevos y más ambiciosos proyectos. Pero encuentra dos obstáculos. Por un lado, la falta de tamaño. Por otro, una cultura empresarial no adecuada para la era global. La solución que propone pasa por dos actuaciones. Primero, poner el acento en las personas, que es lo que, a su juicio, marca la diferencia entre una empresa y otra. Segundo, cambiar la visión que la clase política catalana tiene de la empresa y de sus exigencias.
La tercera gran fuerza que surge de esa lectura es el cambio en demografía. Los expertos apuntan a que en los próximos 25 años habrá dos millones de nuevos catalanes. Medio millón saldrán del previsible aumento de la natalidad. El otro millón y medio vendrán de la inmigración. Es decir, como siempre ha ocurrido en la historia de Cataluña, el crecimiento vendrá de la inmigración, de los nuevos catalanes.
Si ésas son las tres fuerzas que están transformando el mundo en que ha de moverse Cataluña en los próximos 25 años, ¿cuáles son los cambios que debemos impulsar para aprovechar las oportunidades? Si no interpreto mal, la mayoría insisten en dos aspectos: en la necesidad de poner el acento en las personas y en la urgencia de una nueva cultura política.
El problema es que, como señala Josep Ramoneda, los relojes de la realidad que está detrás de esos cambios y el de la política catalana no marcan la misma hora. La empresa y la creación científica y artística catalanas se mueven ya en un espacio global, pero la política sigue lastrada en el espacio local. Si no a contracorriente, esos tres cambios han cogido a la política catalana a contrapié.
No se trata de que ese mundo global obligue a renunciar a identidades específicas. Se trata de que la formulación política y cultural que se dé a esas identidades sea compatible con esas tres fuerzas que mueven el mundo en que vivimos. Nos pueden gustar más o menos, pero ignorar su existencia es como querer desconocer la existencia y los efectos de la ley de la gravedad. No por rechazarla deja de existir. Por lo tanto, mejor es tenerla en cuenta y utilizarla en nuestro beneficio.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB
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