La Nagasaki censurada
La potencia de la bomba atómica empieza a ser discernible a unos tres kilómetros del lugar en el que se produjo la explosión de la bomba, a 450 metros de altura, donde el puerto se ha estrechado hasta el río Urakame, de 75 metros de anchura. Esta área corresponde al norte del centro de Nagasaki, cuyos edificios padecieron cierto grado de destrucción monstruosa pero que en general siguen en pie.
La estación ferroviaria, totalmente destruida a excepción de sus andenes, pero que ya está funcionando con normalidad, es una especie de puerta de entrada a la parte destruida del valle de Urakame. Aquí, en líneas paralelas dispuestas de norte a sur, transcurren el río Urakame, con fábricas de Mitsubishi en sus dos orillas, la línea ferroviaria, y la principal carretera que sale de la ciudad. Esta línea de acero apiñado, con algunas fábricas de hormigón, se extiende a lo largo de poco más de tres kilómetros, con el distrito residencial "al otro lado de las vías". La bomba atómica aterrizó en el espacio intermedio entre las dos zonas y las destruyó a ambas, junto con quizá la mitad de las personas vivas que había en ellas. El número de muertos que se conocen con certeza asciende a 20.000, y la policía japonesa me ha dicho que calculan que todavía han de encontrarse unos 4.000 más.
"La luz era tan potente que pareció como si la explosión que la había provocado te absorbiera todo el aliento"
Los japoneses dicen que el que estaba en el exterior a una distancia de entre 1,5 y 2 kilómetros de la explosión murió abrasado
Hubo dos motivos que explican que hubiera una cantidad tan elevada de muertos y que, según las cifras oficiales japonesas, los heridos ascendieran al doble: que los refugios antiaéreos de Mitsubishi eran totalmente inadecuados, y los refugios civiles, lejanos y limitados, y que el sistema de alarma de ataques aéreos fue un fracaso total. (...)
A las siete de la mañana, cuatro horas antes de que aparecieran los B-29, se había hecho sonar una alarma general, pero los trabajadores y la mayoría de la población la habían ignorado. La policía insiste en que se hizo sonar la alarma de ataque aéreo dos minutos antes de que cayera la bomba, pero la mayoría de la gente dice que no oyó nada.
A medida que uno va separando el grano de la paja y verifica las historias, cobra fuerza la impresión de que la bomba atómica es un arma tremenda, pero no especial. Los japoneses han oído la leyenda, difundida por la radio norteamericana, de que el suelo conserva una radiación letal. Sin embargo, después de horas caminando entre ruinas, donde el olor de la carne en descomposición es todavía intenso, este escritor siente náuseas, pero ningún síntoma de quemaduras ni debilitamiento. Aquí, en Nagasaki, nadie ha podido demostrar todavía que la bomba sea distinta a cualquier otra, salvo por la mayor amplitud de su fogonazo y por su potencia de destrucción superior.
En torno a la fábrica de Mitsubishi hay algunas ruinas que uno se habría alegrado de poder salvar de la destrucción. Hoy, este escritor pasó casi una hora en quince edificios desiertos del hospital del Instituto Médico de Nagasaki que se hallan en una colina situada en el lado oriental del valle. En sus salas, atestadas de escombros, sólo habitan ratas. Al otro lado del valle y del río Urakame hay un edificio de hormigón de tres pisos que albergaba un colegio de misioneros norteamericanos llamado Chin Jei, destruido casi por completo. Las autoridades japonesas señalan que el área de viviendas que quedó devastada por la bomba norteamericana había sido tradicionalmente la ubicación de los hogares de los japoneses católicos y cristianos.
Pero salvarlos a ellos, y salvar el campo de prisioneros aliados, que los japoneses habían situado junto a una fábrica de planchas de blindaje, habría significado salvar la fábrica de componentes de barcos de Mitsubishi, que tenía 1.016 empleados, en su mayoría prisioneros aliados. Habría obligado a salvar una fábrica de municiones conectada con ella, en la que trabajaban 1.740 empleados. Habría obligado a salvar tres fundiciones de acero situadas a ambos lados del Urakame, que normalmente empleaban a 3.400 trabajadores, aunque ese día había 2.500 hombres trabajando allí. Y además de salvar muchas fábricas subcontratadas, ahora aplastadas, habría significado dejar intacta la fábrica de torpedos y municiones de Mitsubishi, en la que trabajaban 7.500 empleados, y que fue la que estuvo más próxima al lugar donde explotó la bomba. Hoy, todas estas fábricas están totalmente pulverizadas. (...)
U n médico holandés y un dentista norteamericano son los comandantes de dos campos de prisioneros aliados que se encuentran en la desembocadura del puerto de Nagasaki, el puerto marítimo de la sureña isla de Kyushu, parcialmente paralizado por la bomba atómica. El médico holandés es el teniente del ejército Jakob Vink, delgado y lleno de energía, que tiene como ayudante a Paul Jolly, alférez del ejército del aire holandés con gran experiencia como piloto de Brewsters en Singapur. Vink es experto en curar heridas provocadas por la bomba atómica.
El dentista norteamericano, el capitán John Farley de Raton, Nuevo México, fue uno de los cinco prisioneros norteamericanos de aquí que vio la bomba atómica, y su observación del acontecimiento fue más completa que la de cualquiera de los demás.
Moderado y tranquilo durante su narración, Farley dijo: "Estaba mirando hacia arriba, desde el puerto, en dirección a las fábricas de Mitsubishi, a ocho kilómetros de aquí, cuando vi un fogonazo terrible. Era blanco y deslumbrante, muy parecido al flash de un fotógrafo. El centro estaba suspendido a unos 450 metros del suelo, y proyectaba luz hacia arriba y hacia abajo, un poco como la aurora boreal. La luz parpadeaba y se prolongó durante unos treinta segundos. Me di cuenta inmediatamente de que aquello era algo especial y me eché al suelo. El edificio empezó a vibrar y a temblar. A mi alrededor, los cristales se hicieron añicos: aproximadamente una tercera parte de las ventanas del campo se rompieron. Cuando pasó la explosión, vi una gran nube blanca en forma de cúmulo que parecía una columna, de unos 1.200 o 1.500 metros de altura. Su interior era de color marrón y se revolvía por todas partes". (...)
Cuando este escritor visitó el antiguo emplazamiento del campo acompañado por la policía japonesa, lo halló arrasado. Tanto Vink como Jolly asistieron a la explosión. Jolly dijo: "Algunos hablan de tres paracaídas, pero yo vi cómo caían cuatro. Mientras los observaba, oí un siseo que procedía claramente de la bomba".
Harold Bridgman, un trabajador civil de Witten, Dakota del Sur, que ha estado preso desde la caída de la isla de Wake el 23 de diciembre de 1941, vio la bomba atómica suspendida en el cielo de Nagasaki y dijo a este escritor: "A mí me pareció que la luz era un tanto azulada, como la bombilla del flash de un fotógrafo. Era tan potente que pareció como si la explosión que la había provocado te absorbiera todo el aliento en ese mismo instante". (...)
Vink es uno de los 11 médicos militares holandeses que han sobrevivido de un total de 38 capturados en Indonesia. Iba a bordo de un barco de prisioneros que fue torpedeado el 24 de junio de 1944, a 100 kilómetros de la costa de Nagasaki. De un total de 770 prisioneros sobrevivieron 212, entre ellos 10 norteamericanos. Dos de ellos se ahogaron en el puerto de Nagasaki cuando, pese a que alegaron que no sabían nadar, la tripulación de un destructor japonés los arrojó de una patada por la borda con siete flotadores y les ordenó que llegaran por su cuenta a otro barco.
Según Vink, el campo 14 ha llegado a tener 512 prisioneros, 112 de los cuales murieron en Nagasaki, en su mayoría de neumonía provocada en parte por la desnutrición. Vink señaló que la incidencia de neumonía entre los japoneses también es elevada. (...)
L os combados o aplastados armazones de las fábricas de armamento de Mitsubishi revelan lo que el átomo puede hacerle al acero y a la piedra, pero lo que el átomo partido puede hacerle a la carne humana se halla oculto en dos hospitales del centro de Nagasaki. Cuando ves la fachada abollada del consulado norteamericano, situado a cinco kilómetros del centro de la explosión, o la fachada delantera de la catedral católica, que se hallaba a un kilómetro y medio en dirección contraria, derribada como si fuera pan de jengibre, te das cuenta de que el átomo liberado no perdona nada a su paso. Los seres humanos que casualmente se salvaron de la destrucción están sentados sobre esteras o sobre pequeñas plataformas de madera familiares en los dos hospitales más grandes de Nagasaki que no quedaron destruidos. Tienen los hombros, los brazos y los rostros cubiertos por vendajes. Cuando tu guía oficial te los muestra con conciencia propagandística, al ser el primer forastero norteamericano que llega a Nagasaki tras la rendición, te mira con intención a la cara e inquiere: "¿Qué le parece?".
Lo que significa esta pregunta es: ¿piensa usted escribir que Norteamérica hizo algo inhumano al lanzar esta arma contra Japón? Eso es lo que nosotros queremos que escriba.
Varios niños, algunos con quemaduras y otros sin ellas, pero a los que se les están cayendo mechones del cabello, están sentados con sus madres. Ayer los fotógrafos japoneses les hicieron muchas fotografías. Aproximadamente uno de cada cinco está cubierto por una gran cantidad de vendajes, pero ninguno de ellos muestra síntomas de dolor.
Algunos adultos acostados en esteras están sufriendo. Se quejan débilmente. Una mujer que está cuidando a su marido tiene los ojos vidriosos por las lágrimas. Es una escena desoladora, y tu guía oficial estudia tu rostro a hurtadillas para ver si estás conmovido.
Visitar muchas camillas y mantener conversaciones prolongadas con dos médicos generales y un especialista en rayos X te proporciona una gran cantidad de información y de opiniones sobre los síntomas de las víctimas. Las estadísticas varían y se mantienen pocos registros. Pero está comprobado que este hospital municipal principal tuvo a unos 750 pacientes atómicos hasta esta semana y que perdió aproximadamente a 360 de ellos por muerte.
Aproximadamente el 70% de las muertes han sido provocadas por quemaduras comunes. Los japoneses dicen que todo aquel que se encontrara en el exterior a una distancia de entre uno y medio y dos kilómetros y medio de la explosión murió abrasado. Pero se sabe que esto no es cierto, ya que la mayoría de los prisioneros aliados que estaban atrapados en la fábrica se salvaron, y que sólo aproximadamente una cuarta parte de ellos sufrieron quemaduras. No obstante, es indudablemente cierto que, a las 11.02 de la mañana del 9 de agosto, muchas personas quedaron atrapadas entre los escombros y fueron pasto de las llamas que se prendieron y que provocaron incendios durante la media hora siguiente.
Pero la mayoría de los pacientes que sufrieron quemaduras graves ya han fallecido, y los que están cerca están curándose rápidamente. Los que no se están curando son personas cuyo triste destino proyecta un aura de misterio sobre los efectos de la bomba atómica. Son víctimas de lo que el teniente Jakob Vink, médico militar holandés y ahora comandante aliado del campo de prisioneros 14 situado en la embocadura del puerto de Nagasaki, llama la "Enfermedad X". El propio Vink se encontraba en la cocina de la prisión aliada contigua a la sección de planchas de blindaje de Mitsubishi cuando el techo se hundió sobre él. Pero se salvó de esta misteriosa "Enfermedad X" que contrajeron algunos prisioneros aliados y muchos civiles japoneses. (...) -
Las crónicas que nunca fueron publicadas
GEORGE WELLER PERMANECIÓ en Nagasaki desde el 6 hasta el 10 de septiembre de 1945, explorando la ciudad reventada durante el día, escribiendo sus partes hasta altas horas de la noche y enviándolos después a los censores militares de MacArthur en Tokio, con la esperanza de que siguieran su camino y fueran transmitidos por cable a los responsables del Chicago Daily News, y de ahí a una enorme cantidad de lectores norteamericanos a través de los periódicos de todo el país que compraban los artículos a su periódico. Estos partes, que fueron escritos tan sólo cuatro semanas después de que los americanos lanzaran sobre la ciudad una bomba atómica, han permanecido inéditos durante sesenta años; parece ser que el Gobierno estadounidense destruyó los originales. La censura de MacArthur también demoró la aparición de los partes que escribió Weller sobre sus visitas a los campos de prisioneros norteamericanos situados en un radio de 65 kilómetros desde Nagasaki. Allí descubrió el trato salvaje que el ejército japonés dispensó a sus prisioneros norteamericanos. Afortunadamente, las copias de las crónicas que guardaba el propio periodista, hechas con papel carbón, se hallaron en 2003, un año después de su muerte. Su hijo Anthony se ha encargado de recopilarlas. El libro, editado por Crítica, acaba de salir a la venta.
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