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Columna
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Patrias inundadas

Los poetas sociales o cívicos de los años cincuenta del siglo XX, sin demasiada preocupación por el verso aunque hubo excepciones, escribieron que la patria es la reja del arado que surca la tierra y las redes que lanza el pescador al mar y la piqueta del minero en el fondo de la galería. Los entonces adolescentes o jóvenes leíamos con entusiasmo esos versos porque no entendíamos apenas las definiciones abstractas que hablaban de la patria como "unidad de destino en lo universal", cuya columna vertebral era un ejército de origen africanista y casi recién salido de una incívica guerra civil. Una patria excesivamente teórica que enviaba a centenares de miles de jóvenes emigrantes a la República Federal Alemana con maletas de cartón y cierre de cuerdas; una patria en cuyas banderas aparecían águilas imperiales de tiempos remotos que ocultaban bajo sus alas pobreza y silencio. Las banderas, de todos es sabido, son telas y colores que representan, pero no la cosa representada. Cuando se agitan demasiado y de forma masiva resultan algo más que sospechosas en las manos de patriotas irredentos, de patriotas redimidos o de energúmenos que increpan al presidente del Gobierno en un acto de homenaje a las víctimas de un ejército que ya no es el de los africanistas recién salidos de una contienda civil.

Ocupado en banderas e idiosincrasias patrióticas andaba uno ese otro viernes, cuando el otoño nos trajo el agua para todos como suele ser costumbre, es decir, el aire frío del norte, el Mediterráneo y la gota fría, tan popular, patriótica y autonómica ella de un tiempo acá. En las comarcas valencianas de Castellón llovió con normalidad, una normalidad que incluye charcos por doquier, atascos e impresentables goteras en la moderna estación de ferrocarril; pero agua que empapó el suelo, aumentó la capacidad de los embalses y que, según la Asociación de Regantes, asegura los riegos hasta el 2009. En el resto del largo y estrecho País Valenciano, la situación fue muy otra aunque no desacostumbrada: se abrieron los grifos del cielo y llovió a cántaros por donde l'Horta y la Costera, por la Vall d'Albaida y la Safor, por las Marinas y por Beniarbeig. Y ante la desgracia, periódicamente conocida por estas tierras, se desplegó la patria para apartar lodos y limpiar las calles de enseres y cañas; una patria de efectivos y operarios locales, autonómicos y de la Unidad Militar de Emergencias del Ejército de España, el mismo que acudió para apagar el fuego de Les Useres, que intenta apaciguar un rincón en el Líbano o construye puentes en la antigua Yugoslavia: un Ejército a cuyos mandos desagrada que increpen al presidente del Gobierno en un acto institucional que a nadie daña.

La imagen del soldado en Beniarbeig, junto a operarios de otras administraciones, es quizás la imagen concreta nada abstracta de una patria o unas patrias, también concretas, que no se ocultan bajo las telas de unas banderas o las alas del águila. Es una imagen, además, que tiene precedente en esa otra patria más amplia que disfrutamos como ciudadanos europeos. En 1962 la depresión atmosférica Vincinette, llegada del Polo Norte con rachas de viento huracanado, provocó una marea alta sin precedentes en la región de Hamburgo; una marea que rompió diques, cortó las comunicaciones, el gas y la electricidad; destruyó 6.000 edificios, dejó sin techo a 60.000 personas, y causó la muerte de 318, cinco de los cuales eran voluntarios que acudieron a ayudar a su prójimo. Los sucesos nos los recordaron las televisiones centroeuropeas hace un par de años en un docudrama titulado "La Noche de la gran marea". Por circunstancias que aquí no vienen al caso, estaba a cargo del gobierno de la ciudad de Hamburgo un jovencísimo Helmut Schmidt, que era algo así como concejal o senador de la ciudad para asuntos del interior u orden público. Schmidt, un gran economista que luego llegó a canciller de la RFA, saltándose la legalidad constitucional de entonces que prohibía de forma explícita la intervención del ejército en cualquier asunto interno alemán, porque el recuerdo de los problemas causados por el militarismo en las tierras germanas todavía estaba fresco en quienes redactaron su Carta Magna. Schmidt llamó a los soldados durante la marea y los soldados, esto es el ejército, empezó a ser visto de otra forma entre una población alemana escaldada por el militarismo en un pasado reciente entonces. Una patriota fue Helmut Schmidt sin banderas y sin saberlo. Como lo son los soldados envueltos en lodo que tenderán pontones, porque el río Girona se llevó el puente, por donde la inundada Beniarbeig, que es patria valenciana e hispana.

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