La capa de la lengua
Vivo en una ciudad de Oriente Medio a la que ya no llamo por su nombre porque no sé si existe. Se desmenuza en comportamientos autodestructivos.
En situaciones así es importante que existan puntos de referencia. Que las universidades y los colegios sigan abiertos, a pesar del agobio que para muchos supone llegar hasta su lugar de estudio o de trabajo.
Nosotros, los españoles, tenemos, y estoy orgullosa de ello, el Instituto Cervantes. Situado en el centro de la ciudad, en lo que fue pomposo alarde de reconstrucción destinado a la recuperación turística, nuestro Cervantes constituye hoy día uno de los pocos núcleos de resistencia cultural. No hay miedo entre los profesionales que se queman las cejas trabajando en la sede y en sus prolongaciones. Es de creer que ese valor se comunica también a los alumnos, que han de alcanzar a pie sus aulas de la calle Maarad, antiguo paraíso de los restaurantes: hoy quedan tres o cuatro, que cierran sus puertas en cuanto han desaparecido los pocos y únicos clientes que les permiten aguantar un poco más: eso ocurre poco después de las cinco de la tarde. Y hasta el mediodía siguiente.
Siempre fue de apreciar la labor del Cervantes en Beirut, pero en estos largos, interminables días, en que cunden en la ciudad el desánimo de los desesperados o la frivolidad exasperada de los impacientes, hay que agradecer no sólo que permanezca, sino que se expanda. Consolidada su presencia en el sur de Líbano, trabajando con el Ejército español -estuve en Marjayun, donde se encuentra la base, cuando se celebró el fin de curso: quieren mucho allí a sus profesores de castellano-, el Cervantes se dispone, pese a todo, a realizar un magnífico programa de actividades culturales y a intensificar su cooperación con las embajadas latinoamericanas. Se abre ya -o se habrá abierto cuando me lean ustedes- una delegación en Trípoli, esa ciudad del norte que quizá les suene porque en sus aledaños el Ejército libanés mantuvo una batalla contra Fatah el Islam que duró más de tres meses. La iniciativa constituye una primera e importante muestra de acuerdo cultural que debería servir como ejemplo para otros países, porque lo de Trípoli ?realizado bajo los auspicios de la importante Fundación Safadi? va a servir para que los alumnos aprendan no sólo español; también los institutos francés, británico, italiano y ruso darán clases en un precioso edificio cercano al Mediterráneo. Es una hermosa manera de creer en el futuro de un país, por improbables que parezcan tanto el primero como el segundo: enseñarles lenguas.
Lo que más me fascina de este Instituto Cervantes -sobre todo desde hace un año, que es el tiempo que llevo viviendo aquí y lo he seguido de cerca- es que el personal, de arriba abajo, y desde luego el profesorado, mantiene tal nivel de entrega y de coraje -los sueldos de la enseñanza no son para forrarse- que resulta emocionante. Tengo buenos amigos allí. A menudo comemos en uno de los casi desiertos restaurantes. Nosotros y algunos de los gatos hambrientos que osan acercarse. Y siempre hablan de lo mismo: del trabajo, de los programas, de las actividades. De cómo mejorarlo. Claro que hay escepticismo en ellos respecto a Líbano. Pero es mucho menos notable que su voluntad de quedarse aquí, pase lo que pase, y como sea y en donde sea, conforme la realidad vaya alterando la geografía, como ya ha empezado a hacerlo.
Esa voluntad me la reiteraba hace poco el recién aterrizado nuevo director, el novelista y poeta Eduardo Calvo. Le quiero especialmente, aunque le conozco poco, porque pertenece a la ilustre familia de actores que arranca del siglo XIX y a los que ya se refirió Leopoldo Alas, Clarín, en La Regenta: "España, siempre dividida entre Lagartijo y Frascuelo, Calvo y Vico". Los Vico, otra gran dinastía.
Eduardo Calvo no es actor ni de los que dividen. Escribe. Y extiende, con la ayuda de su gente del Cervantes, la capa de la lengua que ahora nos cobija y bajo la que desea unir a los hijos de Líbano que han elegido aprenderla.
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