Vestigio imborrable
En principio, el sacrilegio manifiesto que supone tocar lo intocable, adentrarse en territorio prohibido (por inmejorable), ofrecer una nueva versión de la mítica La huella (Joseph Leo Mankiewicz, 1972), se ve atemperado por la estruendosa nómina al frente del nuevo proyecto: Michael Caine repite película pero no papel (esta vez se adentra en el que Laurence Olivier interpretó en la pieza original); el habitualmente magnífico Jude Law recoge el personaje más joven (el de Caine en la primera versión); el tan discutido como solvente Kenneth Branagh se hace cargo de la dirección, y, sobre todo, el premio Nobel de Literatura Harold Pinter se atreve a modernizar un guión que Anthony Shaffer, basándose en su propia obra teatral, convirtió en prodigio de graduación, sorpresa y reflexión.
LA HUELLA
Dirección: Kenneth Branagh. Intérpretes: Michael Caine, Jude Law. Género: intriga. RU, 2007. Duración: 86 minutos.
La primera secuencia, con la llegada del personaje joven a la mansión del viejo y un diálogo completamente nuevo acerca del tamaño de sus respectivos automóviles, hace presumir que Pinter ha recogido el testigo con maestría y originalidad. Sin embargo, poco a poco la decepción se va imponiendo sobre el innegable interés de la temática. Una historia que, al que coja desprevenido (es decir, con absoluto desconocimiento de la primera versión), es posible que seduzca durante (al menos) dos tercios de metraje. A saber: la lucha dialéctica de un par de personajes en un escenario único con una mujer de por medio (la esposa del mayor y amante del joven). Sin embargo, La huella es mucho más que la contienda por una mujer, es un frente abierto en torno a la moderna lucha de clases, un perverso tratado sobre la humillación y una malsana representación sobre el gran teatro que es la vida.
Muy poco de esto último hay en la nueva versión. Para empezar, la película primigenia duraba 135 minutos y ésta apenas hora y media. Sin embargo, ni siquiera se ha ganado en concisión y se ha optado por un desenlace distinto con el que desaparece la amarga sensación de derrota. La escalofriante colección de juguetes y muñecos de la neogótica mansión del arrogante marido se permuta por una casa de futurista diseño, repleta de cámaras de vigilancia, que poco aporta a la base de la película, de modo que se pierde ese sentido de lo misterioso, ese aspecto de gran guiñol, ese halo perverso de la obra de Shaffer que convertía la trama en una depravada atracción de barraca ambulante (ni rastro de aquel mágico disfraz de payaso con el que Caine robaba las joyas de la caja fuerte). Pinter y Branagh han optado, en cambio, por apegar su historia a un realismo centrado exclusivamente en la intriga psicológica, lo que provoca una patente pérdida de originalidad en el tratamiento de los acontecimientos.
En cuanto a la dirección, donde Mankiewicz colaboraba con elegancia, sobriedad y aprovechamiento del espacio, Branagh se pierde en grandilocuencia y encuadres imposibles. Queda, eso sí, la interpretación, donde Caine gana por partida doble: a Law, con su actuación del joven de 1972, y a Olivier, con la del viejo de 2007.
Babelia
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