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Columna
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El consenso por los aires

Los que empezamos a contemplar con desazón el paso de los años comprendemos que todo va cambiando y que el mundo que nos toca vivir ya no es el nuestro, porque el nuestro quedó anclado en la memoria. Imagino que esa sensación de desapego crece con el tiempo. Mi generación, la de los que hemos rebasado los cuarenta años, es la última que conserva en el recuerdo personal, en la experiencia propia, los complicados sucesos de aquello que se llamó la Transición. La Transición, de nuestra edad para arriba, forma parte de una experiencia individual, pero la Transición, de nuestra edad para abajo, es algo de lo que sólo hablan los libros, algo remoto, como es siempre la historia para quien no ha llegado a vivirla.

La diferencia entre experiencia e historia no es baladí, porque la experiencia, por definición, no es transmisible. Las generaciones se entregan unas a otras conocimientos, ideas o creencias, pero en modo alguno la experiencia personal. La experiencia es algo que la vida, y sólo la vida, dona a cada ser humano. No se aprende en los libros. Hay garantía de que los principios de la física se transmitan a la próxima generación, pero ningún ser humano podrá prevenir a otro acerca de una decepción sentimental. En lo personal, la experiencia de los demás nada puede ayudarnos.

Ahora empezamos a padecer, en política, los primeros efectos de un cambio generacional. Maduran las generaciones que no tienen de la Transición una experiencia inmediata. Por eso no aprecian del mismo modo el formidable esfuerzo que supuso aquel ejercicio de reconciliación. La Transición se alzó sobre una palabra talismán: el consenso. Entonces había consenso: todo se consensuaba, y lo que no había modo de consensuar se dejaba en una discreta esquina de la mesa. Ahora se insiste en que la Transición fue incompleta, que estuvo plagada de errores, que dejó sueltos muchos cabos y que amarró en exceso muchos otros. Pero ojalá no tengamos que echarla de menos: la opresiva memoria de la guerra civil y de la dictadura franquista exigió un delicado juego de contrapesos. Ahora, asoman diversos contingentes de estúpidos que, sin saber nada de esa historia, parecen dispuestos a repetirla.

Muchos airean el plan del lehendakari como una locura que puede quebrar las reglas más elementales de la convivencia entre los vascos. Y es cierto que el proyecto de Ibarretxe suscita incertidumbres y puede generar convulsiones. Pero es injusto que quienes lo denuncian ostentosamente ignoren cómo eso apenas representa, en el fondo, un elemento más de la general demolición de los principios de convivencia que se levantaron, con trabajo, pero con generosidad, en la década de los setenta del pasado siglo. Hizo falta entonces mucho trabajo y mucha generosidad como para que ahora irresponsables de todo pelaje (niñatos izquierdistas, fascistas de nueva hornada o viejos desmemoriados) empiecen a airear los fantasmas del pasado. No hay que ser un fervoroso monárquico para contemplar con inquietud las muestras de desprecio, algunas explícitamente violentas, que se multiplican en contra el Jefe del Estado. No se puede mirar sin inquietud la deriva del Partido Popular hacia las simas patrioteras, que acabará obligándonos a todos a izar la bandera de España hasta en las reuniones de la comunidad de vecinos. No se entiende la histeria anticatólica que regresa, en la peor tradición azañista, pero tampoco las apelaciones a la unidad de España con que malgastan su tiempo algunos arzobispos.

Todo esto adquiere el tufo desagradable de un periodo aterrador de nuestra historia. Todo esto huele a los horrendos años treinta del siglo XX. Convendría hacer una apelación a la memoria. Y también a la responsabilidad. La Transición y los delicados ejercicios de consenso que entonces se produjeron tienen a su favor más de treinta años de convivencia pacífica. Y la vida es demasiado corta para ocuparla en necedades, aunque el ejército de necios no hace más que crecer.

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