Te lo debo
"Me voy, que tengo que dar lectura a un documento", solía decir Carlos, camino del estudio, un minuto antes de que empezara Hora 25. Siempre le entraban las prisas en el último momento; se ponía a hablar de fútbol con "los de deportes", los de El Larguero, y después se acordaba de que tenía que escribir el guión. Pero siempre le daba tiempo. A veces tratábamos a Carlos como a un abuelo despistado al que se le perdonan los olvidos porque son cosa de la edad. Los suyos no, los suyos eran producto de la concentración: cuando estaba pensando o escribiendo, metido en una nube que no era sólo de humo, jamás oía sonar el teléfono, ni respondía cuando alguien reclamaba su atención. En ese camino hacia el estudio, era capaz de olvidarse el guión encima de la mesa, el bolígrafo en la chaqueta y las gafas en el cajón. Pero nunca se olvidaba del paquete de tabaco, el maldito paquete de tabaco.
Yo no había conocido a nadie con una capacidad simultánea de irritación y encantamiento. La primera impresión nunca era buena porque parecía seco en el trato y huraño en los modales; ése tendía a ser un buen recuerdo porque la segunda impresión solía ser peor. Con el paso del tiempo, uno entendía que Carlos era Carlos, un tipo perfectamente íntegro si por integridad se expresa su habilidad para no cambiar nunca. Hablar con él era como hablar con el pasado. El tiempo envejecía todo y a todos menos a Carlos. Él siempre era igual, siempre el mismo, y lo era sobre todo en sus virtudes. Su capacidad de reflexión le permitía analizar la política con el mismo distanciamiento que muestra quien comenta las noticias en la barra de un bar. Se indignaba con facilidad y era, por tanto, el perfecto moderador de una tertulia. La felicidad para él era tener delante a alguien a quien poder llevar la contraria, y si era un jefe, razón de más. Tenía madera de sindicalista y tomaba su trabajo con una modestia religiosa, con la extrañeza permanente de quien se consideraba un chico de pueblo que había llegado algo más lejos de lo previsto. Nunca quiso aceptar su condición de estrella, nunca quiso cogerse más días libres de los que estaban contemplados en el convenio.
Una amiga común solía decir que para conocer a las personas hay que rascar en la superficie, y que en el caso de Carlos había que rascar dos veces para llegar un poco más hondo. Veías entonces que todo lo que parecía verdad era mentira, descubrías que Carlos era emotivo y sentimental. Era amigo de sus amigos y, como en la ley del barrio, amigo de los amigos de sus amigos. Nunca cometió ese pecado tan periodístico de hacerse amigo de alguien sólo por interés. Disfrutaba con la compañía y encontraba siempre un motivo para el humor. Su pasión por la ironía y su destreza para el sarcasmo le permitían no tomarse nunca nada en serio.
Salvo el cáncer. Cuando llegó la enfermedad, Charly cambió y nos cambió a todos. Superó su timidez, paradójica para un comunicador de su envergadura, y nos enseñó que en la vida hay batallas injustas. Sus amigos más cercanos creíamos saber más sobre la gravedad de su enfermedad de lo que a él le decían los médicos. Ahora sé que no es verdad, pero ocultaba su angustia porque no quería compasión sino compañía. Nos vimos hace algo más de un mes. Recordamos los años sentados en la misma mesa, la complicidad que construimos en una relación casi conyugal, con sus discusiones y sus reconciliaciones. Me dijo que el cáncer le había permitido descubrir una bondad extrema en sus compañeros. Se emocionaba al hablarme de Agustín, de Ernesto, de Javi, de Luis, de Juan Ramón, me decía con orgullo que en su habitación siempre había gente. Hablamos de las personas a las que debemos lo que somos, jefes de entonces y de ahora, y sin embargo amigos. Le hablé de lo que yo le debo a él. No me dejó.
Lloramos. Los dos sabíamos que estábamos despidiéndonos para siempre.
Javier del Pino es corresponsal en Washington de la Cadena SER y colaborador de EL PAÍS. Fue subdirector de Hora 25 junto a Carlos Llamas entre 1991 y 1997.
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