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Columna
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Se reanuda el curso escolar y el curso político, que viene a ser lo mismo, y en Cataluña, a rebote del País Vasco, vuelve a oírse, con sordina, el discurso soberanista. Unos lo jalean, otros lo aprovechan, otros se desmarcan. Esto los profesionales del tema, porque el común hace zapping. Visto así, a un observador ligero podría parecerle que la política no conecta con la realidad, que se desarrolla en un mundo paralelo o, ya que he usado un símil televisivo, en la dimensión desconocida, título de una bonita serie de ciencia-ficción que triunfó allá por los años sesenta. Que la realidad imita a la televisión ya es un tópico. Lo que cuenta es elegir bien el modelo a imitar: criminalista irascible, internista desequilibrado, mentecato con ínfulas; hay modelos para todas las necesidades. Los políticos, con buen criterio, adoptan el modelo de los anuncios.

Los que se mueven en el terreno de la publicidad, como creativos o como clientes, saben lo que hacen. No ignoran que todos aprovechamos las dilatadas pausas para llamar por teléfono, trastear o ir al váter, con la máxima desconsideración por el ingenio, la tecnología y la pasta que se requieren para introducir fragmentos insubstanciales de nada en horas punta. Lo saben, y saben que si alguien se queda mirando, tampoco saldrá a comprar el producto infalible de belleza ni el coche transformista, ni a pedir un crédito jovial. El fenómeno es tan exuberante y reiterativo que el que mira no ve, y el que ve no asimila. Nada de esto invalida el gasto y el esfuerzo. Porque lo esencial es que si usted está pensando en comprar un coche, algo o alguien le recuerde la existencia de una marca, o de todas. Si pica, comprará el coche y pagará el anuncio. Y quien dice un coche dice un supositorio o una crema exfoliante.

Con arreglo a este principio, los políticos emiten sus anuncios. Viva España, muera España, ayer dije una cosa; hoy, la contraria, es igual. Sólo cuenta que el producto esté en el escaparate cuando pase alguien con la vaga idea de que conviene un cambio. Por si acaso. Y contra esto no hay defensa. Ni dejar de mirar, ni encerrarse en el váter. Ni siquiera apagar la televisión, porque si usted no ve la suya, oirá la del vecino, que la tiene puesta a todo trapo.

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