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Columna
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Memoria y voluntad

José María Ridao

Las dificultades para aprobar la Ley de la Memoria Histórica en los últimos días hábiles de la legislatura perecen estar reforzando el equívoco que ha prosperado durante los últimos años: si no existe una norma legal en la que se contemplen ésta y otras medidas, los vestigios de la dictadura podrán perpetuarse por tiempo indefinido en vías públicas y edificios oficiales.

La realidad lleva 30 años desmintiendo esa eventualidad, desde que se constituyeron los primeros Ayuntamientos democráticos. En la mayor parte de los consistorios gobernados por la izquierda, e incluso en algunos en manos de UCD, la tarea de cambiar nombres de calles y de retirar monumentos del régimen anterior comenzó muy pronto. Plazas y Avenidas del Generalísimo y de José Antonio recuperaron sus antiguas denominaciones o recibieron otras nuevas, acordes con la realidad institucional que se empezaba a vivir en España. La iniciativa de los Ayuntamientos no derivaba de ninguna exigencia legal, sino de una decisión política. De ahí que la pervivencia de símbolos y nombres franquistas en algunos pueblos y capitales españolas deba ser interpretada como lo que es: una decisión política en sentido contrario, amparada en argumentos como los de que no se puede borrar la historia o de que es preferible no reabrir heridas del pasado.

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Pero la historia no se escribe en las fachadas; en las fachadas sólo se le rinde tributo público y es ese tributo público lo que resulta inaceptable. En cuanto a lo de las heridas, no es más que otra de las muchas metáforas clínicas que, de tanto en tanto, suelen adueñarse del discurso político, por lo general con resultados frustrantes cuando no abiertamente peligrosos. Mantener un nombre en una placa o conservar un monumento no es equivalente a mantener un apósito, como si el pasado fuera una llaga doliente y el Parlamento un practicante encargado de curarlo. Pero retirarlo tampoco puede ser presentado como una terapia, porque sería tanto como consagrar la misma metáfora y, por lo tanto, hacer de una metáfora el terreno fantasmal de una discusión política, que es a fin de cuentas en lo que estamos.

El mayor reproche que cabe contra el PP no es que no apoye una Ley que, de aprobarse, sería una criatura jurídica extraña, porque se trataría de una ley a la que el legislador propone privar de efectos legales en algunas de sus disposiciones. El mayor reproche es político, y tiene que ver con la actitud que ha mantenido en los Ayuntamientos y Gobiernos autonómicos que controla y en las decisiones que adoptó desde el Gobierno central. Su incomprensible empecinamiento en mantener los símbolos del franquismo hizo perder de vista que una de las aportaciones decisivas con las que pudo contribuir al sistema democrático fue retirarlos por propia iniciativa, creando un espacio constitucional en el que no hubiera lugar para la duda: la Constitución de 1978 es la más rotunda, incontestable de las condenas al franquismo. A diferencia de lo que sucede con la ley de Memoria Histórica, sus efectos legales fueron demoledores para aquel engendro de las Leyes Fundamentales del Movimiento, y todas sus disposiciones exigían desmantelar el ropaje jurídico con el que se adornó una dictadura que se creyó en posesión del elixir de la eternidad.

Pero que no lo haya hecho no significa que no lo pueda hacer desde hoy. El PP tendría en su mano convertir en irrelevante la discusión de la ley de la Memoria Histórica si, desde este momento, los Ayuntamientos y Gobiernos autonómicos que controla adoptasen la decisión de cambiar los nombres de las calles y retirar los monumentos del franquismo que quedan bajo su jurisdicción. No se necesita ninguna ley, sino la simple voluntad política para hacerlo. Pero puede que al PP le venza la tentación electoralista, y en ese caso tendremos o no tendremos ley. Si no la tenemos, los repugnantes símbolos del franquismo se quedarán en donde están, porque ya nadie se sentirá obligado a retirarlos si no es por imposición de una norma. Y si la tenemos, una criatura jurídica extraña se habrá adentrado en el ordenamiento constitucional, y la disputa política en torno al terreno fantasmal de una metáfora continuará sin contención.

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