Melancolía torera de Rincón
Volvió la explosión a las gradas y tendidos de la Monumental, cuando, tres meses después de reaparecer, José Tomás, tras un calvario de triunfos y cogidas, regresaba al mismo ruedo al que llegó. Vivo y dispuesto a torear. Pese a augurios de unos y otros, recelos de resabiados, advertencias de enterados y pese al propio tinglado mediático y financiero, con la politiquería adyacente, Tomás no ha defraudado. Volvió para torear, y toreó. Sin medias tintas, tal vez mejor que nunca. Ayer, en ambiente de euforia, también lo hizo. Pero los triunfos fueron de otros. Y contribuyó, elevando su muleta sobre banderas, banderolas y banderines, a trazar un fragmento de la "geografía anímica" que, en palabras de Félix de Azúa, conforma la verdadera patria. Como dice en el artículo Los Trías de Barcelona, "los escenarios se transforman, pero lo que fueron queda fijo en la memoria de quienes los vivieron". El testimonio de los que vieron a José Tomás con su billete de ida y vuelta a Barcelona es prueba de que ruge, aún, repleta, la Monumental.
Núñez del Cuvillo / Rincón, José Tomás, Marín
Toros de Joaquín Núñez de Cuvillo; bien presentados, nobles y manejables. Justos, 2º y 3º. César Rincón: estocada -aviso- (dos orejas); estocada (oreja). José Tomás: dos pinchazos, estocada y descabello -dos avisos- (saludos); metisaca, pinchazo y pinchazo hondo y dos descabellos -aviso- (vuelta). Serafín Marín: media, descabello -aviso- (vuelta); estocada (dos orejas). Plaza Monumental de Barcelona, 23 de septiembre. Lleno.
César Rincón se despedía -ahora sí- de España, y recibió la tercera ovación de la tarde. Aún no había salido el primero que, tras escarbar en los medios, recibió unas verónicas al delantal como cintas de seda, y se fue al peto, dos veces, con una media cortada y una larga de caracola. No esperó José Tomás -¡al fin quites!- y se echó el percal atrás para ceñir la gaonera, siempre cercana, enganchada y jaleada. Pero había mucho maestro en la arena y volvió Rincón, y bordó la chicuelina ajustada, limpia, grácil como un pañuelo. Alegre y sin fijeza tomó la muleta del maestro que, cada vez con más enjundia, lo iba metiendo en trasteo doblado, tan hondo como estético, y en trincherilla que era una obra de arte. Luego, lo llamó, abrió el compás, se lo llevó en la diestra, cambió, lento, las manos, y le hizo un torbellino rojo de naturales que parearon la brisa que aireaba Barcelona. Terminó por alto, como una estatua que hubiese encontrado un pedestal en el toreo.
Al cuarto, un melocotón cinqueño cumplido, lo llevó encelado a los medios, lo largó con una larga al peto y lo quitó con torería ilimitada. Era tan parecido el pelaje del toro a la arena que se confundía con ella y hubo que encender los focos, mientras Rincón brindaba entre ovaciones, para distinguirlo. Se lo llevó jugando la tela por el piso y había tanta torería en el pequeño César que aterrizó en la plaza un silenció conmovedor que presagiaba el mando templado y semicircular de la muleta. Tan lento andaba Rincón al toro, tan claro lo metía en la tela, tan dulce era la música, que olvidábamos, ya en los naturales, el matiz doloroso de la despedida. Apenas el garbo de una trinchera, un molinete, un circular, el de pecho, dejaban un resquicio azulado a los recuerdos en faena sencilla y deslumbrante, de oculta melancolía, de estocada limpia. Tras pasear los trofeos la plaza le aclamó durante tres minutos.
Al segundo, José Tomás lo recogió con cadencia en la verónica, la pierna abierta, la cintura a ritmo y flojeó de manos antes del hielo de chicuelinas y de la larga que durmió camino del hombro. Sin probaturas, muy fácil, le dio la primera serie diestra en el tercio, se hizo silencio y cuando en la segunda remataba en la cadera, hubo que callar la música. Le costaba al toro salir y remataba enganchando, lo que solucionó Tomás con más distancia para aprovechar el viaje, y surgieron naturales como hoces. Aún volvió a la derecha forzando pases superfluos y dando manoletinas, al son del metal del aviso, los flases y la transparencia de la tarde. Habían chillado dos golondrinas antes de que lo hiciera el público cuando pinchó. Al cinqueño que salió quinto le meció la tela a pies juntos, cada vez más cerca, hasta rematar en chicuelina. Faroles en el quite, revolera, y la plaza en pie. Que volvió a ponerse tras las arrebatadas gaoneras del quite de Serafín Marín. La pasión se repitió en el brindis y se desató en los estatuarios. Ya no se cerró. Los naturales largos, la trincherilla, el valor sereno en la penumbra eléctrica del crepúsculo alternaba silencios y explosiones de oles. No se cruzaba Tomás y fue muy abucheado uno que lo sugirió porque en el perfil brillante en el que toreaba se escondían las ilusiones maltrechas de parte de la afición. Cuando pinchó la pasión ya estaba libre y dio la vuelta entre gritos de "¡Torero!".
Serafín Marín quería hacer las cosas bien, despacio. Se vio en el capote, en las trincherillas y derechazos que activaron la música y que en la segunda serie templaban a un toro que quería colarse. Cuando se quedaba, Marín terminó los naturales y aún cambió de manos para dar el circular más portentoso de la tarde. En el bien armado cinqueño que salió sexto, fijo en el caballo, tras darle capote bajo y desgarbado, brindar a Rincón e iniciar fajado redondos entre atropellos y ansias, fue dominando su empeño y logró cuajar series dignas y aplaudidas que la luna miraba indiferente. Tras la consabida rueda de manoletinas y la estocada, la corrida terminó.
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