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Columna
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El nieto Cebolleta

Pocos personajes tienen tanto arraigo en el imaginario popular como ese anciano cascarrabias que atosiga a los jóvenes explicando lo dura que era la vida de antes y lo fácil que resulta la de ahora. Se trata de un viejo latoso e irritante, que aprovecha la más mínima oportunidad para recordar los estragos de la guerra (de alguna guerra, real o imaginaria) y las desdichas de la posguerra (de alguna posguerra no menos real o imaginaria). El viejo en cuestión, bajo la inspiración de un personaje del tebeo, pasó a denominarse "el abuelo Cebolleta". Todos tenemos el recuerdo de algún abuelo Cebolleta que clamaba recordando los sinsabores de sus tiempos mozos, mientras nos señalaba con un índice acusador. Al abuelo le soliviantaba que hubieran mejorado las condiciones de vida, por lo que no soportaba en las nuevas generaciones el más mínimo resquicio no ya de hedonismo, sino de mero bienestar. Mucho nos hemos reído del abuelo Cebolleta, pero no podíamos imaginar que el paisaje fuera a cambiar del modo en que lo ha hecho, y que al viejo protestón, al infatigable relator de batallitas, le haya sucedido un personaje aún más pintoresco: el nieto Cebolleta.

En otras épocas el discurso contestatario de los jóvenes venía inspirado por cuestiones políticas o ideológicas. Ahora, sin embargo, la disconformidad juvenil se inspira en móviles rigurosamente privados y se guía por los mismos resortes inconfesables que animaban al resentido Cebolleta: una apreciación desenfocada de la realidad, en que su caso particular se aprecia de forma tremendista, considerándose a sí mismo víctima de una sociedad injusta e infernal.

El nieto Cebolleta es tan pesado como su célebre abuelo y se dedica a golpearnos en la chepa con una metafórica cachaba: la suya sí que es una vida horripilante y no la nuestra, que al parecer vivimos entre sábanas de holanda. El nieto Cebolleta considera que ha bebido hasta las heces las penalidades de la explotación capitalista, a pesar de haber nacido en una de las sociedades más prósperas de toda la historia de la Humanidad y a pesar de contar desde el nacimiento con innumerables servicios sociales y oportunidades formativas. Nada sabe del hambre ni de las privaciones físicas, ha tenido una buena educación y una sanidad garantizada, pero con menos de 25 años no sólo no gana más de 1.000 euros al mes, sino que aún no dispone de un dúplex junto a la playa con garaje y trastero. Resuelve que su vida es un infierno. Y los medios de comunicación, sensibles, proporcionan un nutrido ejemplario de estas vidas truncadas, así no hayan cumplido aún los veinte años.

¿Quién tiene la culpa de que los nietos Cebolleta consideren que esta sociedad, con onerosos tipos tributarios que financian toda clase de ayudas, ha sido injusta con ellos y no les ha dado todo lo que merecen? Según el discurso políticamente correcto, la culpa es de diabólicos entes abstractos: la sociedad, el sistema, la economía. No obstante, hay una cosa en la que el nieto Cebolleta sí tiene razón: que la culpa de esa crónica insatisfacción no es suya. O al menos no del todo. Nadie ha dicho que la vida sea fácil (¿quién dijo nunca que lo fuera?) ni que las condiciones económicas de hoy día sean maravillosas, pero sí es responsabilidad de los políticos haber alimentado un discurso-sonajero que hace del poder público nodriza de pechos inagotables y de los ciudadanos niños grandes que lloran constantemente para seguir mamando de sus ubres. Se ha adoctrinado a las nuevas generaciones en la tramposa hipótesis de que su suerte en la vida no debe tener correspondencia con el esfuerzo que realicen o con las capacidades que desarrollen. ¿Cómo no exigir, entonces, que la vida les sea resuelta de inmediato? ¿Cómo no pedirlo todo, habida cuenta de que un discurso igualitarista promete darlo todo elección tras elección? ¿Quién quiere sentirse responsable de su suerte cuando el poder se empeña en creerse responsable de todo dicho viviente? Se avecinan unas nuevas elecciones y el nieto Cebolleta, impaciente, aguarda más promesas. Su vida aún no está resuelta. ¡Qué injusticia! Alguien tendrá que hacer algo. Y tendrá que hacerlo ya.

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