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Columna
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La ética como coartada / 2

El sujeto histórico es el actor central de un contexto espacio-temporal determinado, el emblema humano que encarna un tiempo y un espacio concretos, que lo cumple y lo realiza. El guerrero, el navegante, el misionero, el descubridor de épocas pasadas; el proletario y sus esperanzas revolucionarias en el siglo XIX; y en el XX el obrero de las sociedades industriales, el trabajador de las economías capitalistas de masa para llegar hoy al capitán de empresa, subsumido en la empresa misma, símbolo de la actual primacía absoluta de lo económico. El reconocimiento más patente de este primado nos vino de la mano de François Mitterrand, el líder político democrático más claramente instalado en la izquierda gubernamental, quien, a partir de 1983 consagró a la empresa como el gran protagonista del progreso económico y de la transformación social.

Ésta desde entonces indiscutida soberanía política de la empresa ha encontrado además un poderosísimo resonador en las grandes escuelas de comercio (Stanford, Harvard en EE UU, Hautes Etudes Commerciales en Francia, ESADE, IESE en España), elevadas hoy a la cúspide de la enseñanza superior en el mundo, que se han constituido en los formuladores y portavoces de la ideología de un más allá económico que legitima las prácticas comerciales y el negocio mediante la invocación de la ética de la empresa a la que dice someter su ejercicio. Ética entendida obviamente en la versión weberiana de la ética de la responsabilidad, y por tanto ética aplicada y regida por una racionalidad práctica que aspira a alcanzar, a garantizar objetivos concretos. Estos objetivos son de manera esencial la satisfacción de las necesidades humanas, tanto de las personas como de los grupos y colectivos que forman, que van desde lo que exige su subsistencia a lo que demandan las distintas fases de su desarrollo hasta lograr su pleno cumplimiento final.

Ahora bien, hoy la empresa es antes que nada un agente social que bajo la forma de organización es una de las principales determinaciones actuales de la vida social, su punto central de incardinación, lo que hace de la ética empresarial el compañero inseparable de la ética cívica, y convierte su mutuodependencia en clave de su eficacia. Su existencia tiene lugar en una forma específica de organización socioeconómica que fue y es el capitalismo, cuya vertebración se realiza de forma aparentemente paradójica en torno a principios éticos. (P. Kowslowski, Ética del Capitalismo). Lo que no puede reducirse a las formulaciones históricas de Sombart y sobre todo de Max Weber sobre la función decisiva de la ética protestante en los orígenes y en la naturaleza del capitalismo, sino mucho más en el compromiso absolutamente conformador de la modernidad y de sus comportamientos económicos con el quehacer social al mismo tiempo como eficiencia y como equidad, como proveedor de beneficios individuales a la par que de cumplimientos comunes. Cuando el maestro Aranguren en 1994, en el prólogo al libro matricial de Adela Cortina, La ética de la empresa, "reivindica la empresa como quehacer moral... cuyos objetivos son no sólo la producción y los beneficios que de ella, de sus bienes y servicios resultan, sino el desarrollo humano y el bien moral" está ofreciéndonos con la brillantez que le era habitual, la visión más certera de la ideología / doctrina que acabo de recoger y que luego han banalizado sin decoro bastantes enseñantes de las actividades comerciales.

Esa lectura ética del comercio, sus glorias y sus servidumbres, ha correspondido, como no podía ser de otra manera, con la irresistible ola etizadora que hoy lo ha anegado todo: "dígalo con ética", es la fórmula que cura cualquier mal. Pero lo más dramático es que la casi total financiarización de la vida económica actual al haber confinado al capitalismo en las Bolsas de valores y al haber privado de realidad en tan gran medida los resultados, bienes y servicios, de su actividad, no sólo los ha privado de visibilidad sino también de sentido. Y predicar ética sobre una realidad sin sentido es transformar inevitablemente un discurso positivo en una ideología perversa.

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