Los motivos de Bush
Cuando en enero pasado el presidente Bush ordenó el envío de otros 30.000 efectivos a Irak -con lo que la fuerza se situaba en 160.000 hombres-, anunciaba también que en seis meses se notaría, con la estabilización del Gobierno en Bagdad y un comienzo de reconciliación entre chiíes y suníes. Hace unas fechas, el comandante en jefe del contingente, David Petraeus, corría ante el Congreso una auténtica gincana retórica, soslayando que mayo fue el mes con más bajas propias -126 muertos- en los tres últimos años, y casi decir que la guerra se podía ganar; sagazmente, hablaba, sin embargo, de éxito, no de victoria.
Mientras Bush auguraba futuros, imprecisos y siempre modestos repliegues, confirmaba, en realidad, que las tropas permanecerían indefinidamente en el país. Y, a juzgar por la timidez de los congresistas demócratas, que jamás han pedido la retirada completa, quien herede la presidencia en noviembre de 2008 lo hará con mucho Irak entre las manos. Hay analistas que estiman que para guarnecer las cuatro grandes bases en construcción harán falta unos 50.000 hombres, el número de soldados norteamericanos que hay en Corea del Sur, desde el fin de la guerra en 1953.
Para que Estados Unidos siga en Irak hay, pese a todo, sólidas razones ajenas a toda legalidad o moralidad internacionales. Bush dice que ordenó la invasión porque el régimen de Bagdad no era democrático y eso le resultaba intolerable, y poseía armas de destrucción masiva, lo que no podía consentir, pero, sobre todo, porque carecía de ellas y así castigarlo era más fácil. Veamos esas razones.
La invasión ha destruido a Irak como bastión del sunismo árabe contra el chiísmo iraní, así como facilitado la instalación de Al Qaeda en la zona. La primera consecuencia de ello es de orden estratégico. Mientras el Estado árabe sucesor no esté en condiciones de defender su espacio aéreo -y va para nunca-, la fuerza aérea norteamericana deberá patrullar los cielos iraquíes, para no ceder esa vía a Teherán, presuntamente interesado en dotarse del arma atómica. Y la segunda es que, en lo que respecta al designio terrorista de Bin Laden, la contaminación se ha producido ya. El Ejército libanés acaba de tomar, tras 100 días de sitio, el campo de refugiados en el que se parapetaban los terroristas de Fatah al Islam -la gran mayoría árabes, pero no palestinos-, grupo próximo a Al Qaeda, pero cuyos tres líderes principales han podido huir de Líbano. Y el Instituto de Estudios Estratégicos de Londres informaba la semana pasada de que el grupo terrorista había rehecho sus filas tras el 11-S, con lo que la guerra antiterrorista de Bush no estaba surtiendo efecto. La ocupación de Irak, al contrario, fomenta un difuso Yihadistán, la tierra sin fronteras de los que en el mundo islámico si no aprueban, sí al menos comprenden que exista Bin Laden.
El segundo gran bloque de razones se llama petróleo. El desvencijado Estado iraquí no es capaz de bombear diariamente más de dos millones de barriles, contra 3,5 de antes de la guerra, pero sin Estados Unidos probablemente no podría extraer ni uno, pero esa inoperancia crea bellas oportunidades para las petroleras, que quieren asegurarse de que la legislación sobre el crudo sea especialmente liberal con la explotación foránea. Estados Unidos, finalmente, aspira a controlar la inversión de 20.000 o 30.000 millones de dólares necesarios para regenerar la capacidad de la industria, después, por supuesto, de ganar la guerra.
Y acabamos con Israel. Si, inicialmente, la presunta democratización de Irak era la que debía proyectar su influencia sobre el conflicto árabe-israelí, Bush ha acabado por reconocer que el orden de los factores sí altera el producto, y debe darse prioridad a este último. Para ello, Estados Unidos ha convocado una conferencia de palestinos e israelíes en noviembre, con el objeto de impulsar unas negociaciones que, con suerte, durarán años. Y Washington sólo constituirá un elemento moderador para Jerusalén, si se mantiene en Irak durante ese tiempo, porque con Estados Unidos in situ es menos probable que Israel ataque tanto a Siria -lo que hizo en clave menor la semana pasada- como a Irán. La Casa Blanca puede dar un día ese paso, pero no desea que se lo den o le obliguen a hacerlo. Por todo ello, Washington no puede abandonar Irak.
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