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Reportaje:

'Laika' sigue en el cielo

Octubre de 1957: lanzamiento del 'Sputnik 1', primer satélite artificial. Noviembre de 1957: entra en órbita el 'Sputnik 2' con el primer cosmonauta, la perrita 'Laika'. La URSS le ganaba a EE UU el primer tanto de la carrera espacial. 50 años después, la historia sigue siendo jugosa.

En las noches despejadas, si fijamos la vista en el cielo no tardaremos en divisar una lucecita cruzando el firmamento a una velocidad demasiado lenta para tratarse de una estrella fugaz o incluso de un avión. No hay duda: lo que desfila ante nuestros ojos es un satélite artificial. Quizá sea uno meteorológico, o de telecomunicaciones, o de espionaje, o tal vez la Estación Espacial Internacional. La trayectoria que traza en lo alto sigue la estela abierta hace 50 años por una pequeña esfera metálica: el Sputnik.

Se apoderó de América una sensación de vulnerabilidad. Los diarios alertaron contra la amenazante 'Luna Roja'
Hasta que no desapareció la URSS no se supo la verdad. 'Laika' murió pocas horas después del despegue

Aquel 3 de octubre de 1957, la Unión Soviética anunció a bombo y platillo la puesta en órbita terrestre de un artefacto equipado con cuatro antenas. Actualmente, el lanzamiento de satélites se ha vuelto un asunto tan rutinario que los periódicos apenas le dedican una fotonoticia del cohete lanzadera despegando entre una explosión de gases y llamas; pero en aquella ocasión la noticia provocó una conmoción mundial.

El Sputnik ("camarada viajero", en ruso) se desplazaba a 900 kilómetros sobre la superficie del planeta, dando la vuelta al globo cada 96 minutos: un formidable récord para la época. Sus dos radiotransmisores emitían señales susceptibles de ser captadas por cualquier aparato de onda corta. ¡Radioaficionados del mundo, uníos en la frecuencia 20.005 megahercios!, venían a decir los portavoces del Kremlin. La consigna tuvo un impresionante seguimiento. En distintos puntos del orbe, operadores aficionados y profesionales se abalanzaron a sus equipos para verificar el anuncio, y con los auriculares puestos, escucharon las señales confirmatorias:

¡Bip, bip!, emitía la esfera de 84 kilos y 60 centímetros de diámetro, mientras pasaba por encima de las fronteras que dividían a un planeta enfrentado por la guerra fría. Como en un poema de Maiakovski, el camarada viajero surcaba la bóveda celeste y a su paso descendía sobre la Tierra un canto a la fraternidad de las naciones, al progreso científico, al uso pacífico del espacio? ¡Bip, bip!, repetía sin cesar el primer objeto de factura humana liberado de las cadenas de la gravedad terrestre.

Con el Sputnik, la URSS cumplía el llamamiento hecho por el International Council of Scientific Unions para lanzar satélites artificiales durante el Año Geofísico Internacional (1957-1958), con el cometido de cartografiar la superficie terrestre. La Casa Blanca recogió enseguida el guante y puso en marcha el proyecto Vanguard. Los soviéticos hicieron lo propio, pero nadie los tomó en serio. Hasta que?

¡Bip, bip! El sonido intermitente llegaba a los oídos estadounidenses como un burlón grito de victoria. En la URSS se hallaba al mando Nikita Jruschov. A él se debía la doctrina de la "coexistencia pacífica", que negaba la inevitabilidad de la guerra a muerte entre socialismo y capitalismo, clave de la política exterior soviética desde los tiempos de Lenin. El nuevo gobernante apostaba por derrotar al capitalismo en su propio terreno, el de la productividad económica y la innovación. Logros del calibre del Sputnik encajaban perfectamente en esos propósitos.

A nadie se le escapaba que el evento tendría hondas repercusiones, pues suponía el inicio de la era espacial, que prometía acelerar la revolución científico-técnica en curso. Se desató la sputnikmanía. En todas las latitudes, discotecas, bocadillos y cócteles recibieron el nombre de Sputnik; en EE UU, los inconformistas de la generación beat fueron rebautizados beatniks por un columnista interesado en vincularlos a la URSS. En Occidente, la prensa comunista entonó las alabanzas al régimen que posibilitaba semejante hazaña. Los países no alineados celebraron tanto la proeza tecnológica como la humillación infligida a la autoestima occidental.

Muy distinta fue la reacción de los estadounidenses. Una oleada de desmoralización y terror colectivo los sacudió; desmoralización, porque con su golpe de efecto tecnológico, los despreciados soviéticos se mostraban a su altura; terror, porque nadie ignoraba que el satélite había sido propulsado por un misil balístico intercontinental lo bastante potente como para alcanzar EE UU con bombas termonucleares.

Bip, bip. Insistía la bola de aluminio, y a los estadounidenses les parecía escuchar una versión en código Morse de aquel "¡Os enterraremos!", la bravuconada lanzada por Jruschov a los embajadores occidentales el año anterior en Moscú.

Se apoderó de América una sensación de vulnerabilidad comparable a la que experimentaría años más tarde con el 11-S. Los diarios alertaron contra la amenazante Luna Roja. La oposición demócrata exigió responsabilidades al Gobierno por dejarse aventajar por el enemigo. Los militares reclamaron más fondos para su programa misilístico. En las escuelas se redoblaron los ejercicios de alarma aérea. La lucecita que orbitaba morosamente sobre su espacio aéreo podía desencadenar el holocausto nuclear, un presentimiento que Bob Dylan recogería en su canción Una dura lluvia va a caer.

Bip? bip? bip? Y al satélite se le agotaron las baterías antes de precipitarse a tierra; pero el sonido siguió retumbando largo tiempo en la memoria de la humanidad.

Un segundo 'Sputnik' entró en órbita el 3 de noviembre. Esta vez llevaba un tripulante a bordo: la perra Laika, el primer ser vivo en orbitar de la Tierra.

La idea se le ocurrió a Jruschov, embriagado por el éxito propagandístico del Sputnik 1. En el plazo de un mes se celebraría el 40º aniversario de la Revolución de Octubre. ¿Qué mejor festejo que una nueva demostración de poderío tecnológico? Excitado con la perspectiva, ordenó a Serguéi Korolev, padre del programa espacial soviético, que le diese otro hito con el que dejar boquiabierta a la opinión pública internacional. Y Nikita no aceptaba negativas. Korolev y su equipo dispusieron apenas de cuatro semanas para armar otro satélite y hacer un hueco a la viajera en su interior.

Laika, de tres años y seis kilos, se llamaba en realidad Kudryavka (Rizadita) y era un espécimen impuro de husky siberiano. Sin embargo, el chucho accedió a la fama con el nombre de Laika (ladradora en ruso), más breve y fácilmente pronunciable. Conocedora de su dudoso pedigrí, la prensa de EE UU la apodó Muttnik (en inglés americano, el término mutt se aplica a los perros callejeros).

No se trataba del primer perro reclutado por el programa espacial soviético. Desde 1951, sus ingenieros aeroespaciales venían lanzando en vuelos suborbitales a sus congéneres, algunos de los cuales murieron en los experimentos y otros regresaron sanos y salvos. Redadas en las calles de Moscú suministraban un flujo continuo de candidatos a cosmonautas. A esos animales vagabundos se les entrenaba para aguantar encierros de 15 a 20 días en pequeñas jaulas, embutidos en cascos y trajes espaciales.

Los rivales estadounidenses empleaban monos en sus pruebas aeronáuticas. ¿Por qué tanta predilección soviética por los canes? ¿Acaso tenían lo que hay que tener? La preferencia obedecía a una razón: aguantaban mejor que otras especies los periodos prolongados de inactividad; las hembras, además, presentaban la ventaja de no levantar la patita para orinar, algo impracticable en esa lata de sardinas, el Sputnik 2.

Laika' hizo historia. Enmarañada de cables y sensores que transmitían sus coordenadas vitales a la base soviética, demostró que un mamífero puede soportar las condiciones de microgravedad y radiación espacial. Se transformó en el perro más famoso del mundo, superando en celebridad a Lassie, el collie de Hollywood. En los países socialistas, su cabeza ilustró innumerables series filatélicas. En Buenos Aires, los partidarios de la educación religiosa cubrieron las paredes de pintadas contrarias a la "enseñanza laika", una manera de tildar a los laicistas de comunistas. El anuncio soviético de que la perrita retornaría en paracaídas condujo a muchos a otear los cielos, ilusionados con verla descender en su vecindario. En Santiago de Chile, un chistoso arrojó un perro en paracaídas y generó una psicosis colectiva.

A diferencia de los bip bip de su antecesor, del Sputnik 2 no salieron alegres ladridos. Pasados unos días, Moscú comunicó la muerte de la perra en vuelo. Había sobrevivido 96 horas, dijeron, hasta que el satélite se incendió. Pronto trascendió que el apremio al que se vieron sometidos Korolev y su equipo les impidió planificar la recuperación del artefacto, quedando la suerte de su tripulante sellada de antemano. Al conocerse su fin se alzaron voces de protesta en algunos países. En el Reino Unido, la Liga Nacional de Defensa Canina invitó a los dueños de perros a guardar un minuto de silencio en homenaje a Laika; mientras la Liga contra los Deportes Crueles apelaba a las Naciones Unidas para que repudiasen esa clase de experimentos. En otras naciones, grupos protectores de los derechos de los animales protestaron frente a las embajadas soviéticas. Impertérritos, los soviéticos siguieron lanzando perros al espacio hasta 1966, aunque Laika fue el último enviado sin dispositivos de recuperación.

Hubo que esperar a la desaparición de la URSS para conocer los detalles de su final. En octubre de 2002, el científico Dmitri Malashenkov, colaborador del proyecto Sputnik 2, reveló que murió entre las cinco y siete horas posteriores al despegue. Según los sensores, su pulso se triplicó durante el lanzamiento, muestra del terror que estaba sufriendo. Luego, conforme subían la humedad y la temperatura en el interior del artefacto, sus signos vitales se derrumbaron, y finalmente cesaron.

Laika pasó a los anales como mártir de la ciencia; un título que para algunos justifica la crueldad cometida con ella. En opinión del filósofo Jesús Mosterín, "la experimentación con animales puede resultar vital para el avance científico; la cuestión ética radica en que muchos ensayos con ellos son innecesarios". En el caso concreto de Laika, Oleg Gazenko, ex responsable del programa soviético de experimentación animal, lo tiene claro: "Cuanto más tiempo pasa, más me arrepiento. No deberíamos haberlo hecho? No aprendimos con esa misión tanto como para justificar la muerte de la perra".

Justificada o no, la hazaña de la involuntaria heroína no se ha perdido en el olvido. En la Ciudad de la Estrellas de Moscú, un monumento a la memoria de los pioneros espaciales muestra a Laika asomando el hocico entre las piernas de un cosmonauta. Su recuerdo pervive en la cultura popular: la novela de ciencia-ficción Intervention, de Julian May, imagina a Laika rescatada por extraterrestres; y en España, Mecano le dedicó una canción: "Laika miraba por la ventana. / ¿Qué será esa bola de color / y qué hago yo girando alrededor? / Y si hacemos caso a la leyenda, / entonces tendremos que pensar / que en la Tierra hay una perra menos, / y en el cielo, una estrella más".

El siguiente episodio lo protagonizaron los estadounidenses el 31 de enero de 1958, al poner en órbita el satélite Vanguard. Un empate a gran altura, ciertamente, pero las cosas no acabaron allí. El mismo año, las zozobras suscitadas por el Sputnik motivaron la fundación de la NASA y contribuyeron indirectamente al triunfo de John Kennedy en las elecciones presidenciales de 1959, con un programa dirigido a acabar con la supuesta inferioridad de los misiles estadounidenses. Entre las consecuencias de mayor alcance destacan el desarrollo de los paneles solares en sustitución de las baterías de vida corta, junto con la creación en EE UU de Darpanet, una red de comunicaciones capaz de resistir un ataque nuclear soviético, el antecedente de Internet.

Sin duda, el fruto más trascendente de aquella proeza lo tenemos en la malla electrónica que han ido tejiendo centenares de satélites alrededor del planeta. De esta imprescindible infraestructura celestial dependemos cada vez que disfrutamos de un partido de fútbol jugado en las antípodas, o navegamos por la Red o utilizamos el GPS del coche o hablamos a otro continente por el móvil o compramos con la tarjeta de crédito en el extranjero. Gracias a ellos podemos conocer por anticipado los huracanes, vigilar el cumplimiento de los pactos de desarme, investigar los agujeros negros y el origen del cosmos, informarnos de la sequía y coordinar los esfuerzos humanitarios en situaciones de catástrofes, tal como ocurrió con el tsunami de Indonesia en 2004.

Esa malla invisible va tornándose más tupida a medida que sube el número de satélites sobre nuestras cabezas. La multiplicación de esos movedizos puntitos luminosos se puede comprobar a simple vista. Con introducir nuestras coordenadas geográficas en portales de Internet como www.heavens-above.com, conoceremos los días, horarios y zonas del cielo por donde pasarán algunos de los 10.000 herederos del Sputnik. Un espectáculo digno de ver.

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