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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Días de laca

"¡Buenos días, Baltimore!", canta la prodigiosa y oronda debutante Nikki Blonsky en el número que abre este musical, adaptación post-Broadway de la comedia homónima, tonificante pero discreta, de 1988: entre los lugareños que dan la bienvenida a un nuevo día aparece el director de la película original, John Waters, convertido en el simpático y entrañable exhibicionista del barrio, una cuota de transgresión perfectamente integrada en la comunidad. El cameo está cargado de significado y dice mucho a favor de la capacidad de autocrítica del cineasta que introdujo la coprofagia como espectáculo para las masas en su abrasiva Pink Flamingos (1973).

La transformación de su Hairspray en musical de Broadway, con música y letra de Marc Shaiman, no hizo sino culminar un camino hacia la neutralización y, en cierta medida, la disneyización de la imagen pública de Waters. Hairspray (2002), el musical escénico, es fruto de ese relevo generacional entre el público de Broadway que tuvo su motor primordial en el fenómeno de Los productores (2001) y su más reciente logro en Spamalot (2004): todos estos montajes coinciden en empaquetar viejos atrevimientos bajo la revisión descreída del megaespectáculo para el gran público.

HAIRSPRAY

Dirección: Adam Shankman. Intérpretes: Nikki Blonsky, John Travolta, Michelle Pfeiffer, Christopher Walken. Género: musical. EE UU-Reino Unido, 2007. Duración: 117 minutos.

En este nuevo Hairspray -que recrea la lucha contra la segregación en clave de fábula cándida- hay algo que debe de haber fascinado a Waters, un gimmick casi propio de William Castle: el papel inmortalizado por Divine cae ahora en manos de un Travolta transformado en señora gorda. Es una lástima que el atrevimiento se quede en su enunciación: la Edna Turnblad de Travolta tiene la expresividad y el nervio de una Cher recién salida de su última operación de cirugía plástica. Uno se queda con la sensación de que la película también desaprovecha a un Christopher Walken que, no obstante, tiene la oportunidad de protagonizar el más sofisticado chiste de pedos visto en mucho tiempo. Tan sólo Michelle Pfeiffer saborea su personaje con contagioso placer y logra que su interpretación se cuente entre lo más perdurable de un generoso espectáculo, tocado de muerte por su pobre musculatura cinematográfica.

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