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Columna
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La potencia expresiva de Gargallo

Pueden considerarse dos exposiciones en una la suma de esculturas del aragonés Pablo Gargallo (Maella, 1881-1934) presentadas en el Kursaal donostiarra. Se trata de piezas de tendencia cubista y otras de corte clásico (academicistas). En las esculturas cubistas, determinadas formas cóncavas llegar a trastocarse en formas convexas debido a la utilización de la luz y al juego alternativo de llenos y vacíos. Trabajaba Gargallo en torno a la creación de un andamiaje de planos, de modo que la luz reforzara la impresión de estructura sólida del todo.

Pero no siempre lo consiguió. En ocasiones se perdía por moverse exclusivamente sobre dos dimensiones. Es como si uno de sus ojos lo tuviera vago. Le salían piezas caladas que eran puro decorativismo, unas veces, y otras veces fáciles resúmenes caricaturales de personas u objetos. Vale más fijarnos en las piezas que podíamos llamar transparentes, donde las tres dimensiones nos muestran tanto el exterior como el interior de los modelos. El ejemplo más logrado de este tipo de escultura lo encontramos en la obra Gran profeta (bronce, 1933). En esta pieza, de dos metros y 33 centímetros de altura, cedida para la ocasión por el Museo de Bellas Artes de Bilbao, encontramos al mejor Gargallo. Obra expresiva, contundente. La anatomía se ha exagerado allí donde es preciso. Los huecos están fijados en los lugares estratégicos, artísticamente hablando, del cuerpo. El resultado final viene a ser la plasmación de un instante, un flas repentino de gran expresividad, donde el aire del tiempo y de la vida misma nos parece verlo corretear entrando y saliendo permanentemente por los huecos abiertos de la escultura. La calidad de esta pieza pone al acucioso creador de máscaras llamado Pablo Gargallo en un lugar muy alto.

Pocas veces lo geométrico se ha puesto al servicio de lo humano de forma tan sutil

Para llegar hasta ese cénit creativo, la carrera artística del aragonés discurrió entre Barcelona y París. Se inició en la tradición de la metalistería española, y estuvo impregnado en sus comienzos dentro del estilo Art Nouveau. De su estancia en la capital francesa, tras los lazos de buena camaradería con sus compatriotas Picasso y Julio González, surge su interés por el cubismo. En aquellos momentos Gargallo era una esponja ávida de conocimientos. Se fijó en los torsos de Maillol como modelos para su esculturas clasicistas. Para las obras cúbicas de vacíos y llenos, se aprovechó de las experiencias de escultores como Archipenko, Laurens, Gabo, Pevsner, Picasso y otros, pero adaptando las enseñanzas a su propia voz. Un ejemplo palpable de sus ansias de aprendizaje se patentiza en la escultura Pequeña máscara de Pierrot (1927), presente en al exposición. En esta obra el modelo inspirador le viene de la extraordinaria escultura de Constantin Brancusi titulada Mademoiselle Pogany (1913).

Otra obra destacable en la tendencia cubista es la escultura de hierro Bailarina, fechada en 1929. Aquí los juegos de vacíos y llenos quedan relegados por el fulgor de los arabescos: Esto es: las líneas que proyectan movimientos y, en especial, la inclusión de los tres triángulos que conforman la falda de la bailarina. Son tres piezas sincopadas, de máxima expresión, donde las formas geométricas acaparan la atención. Lo triangular como protagonista. Todo gira en su derredor. Pocas veces lo geométrico se ha puesto al servicio de lo humano con tan sutil gracilidad.

De las obras clasicistas o académicas cabe reparar en las tituladas Baño al sol (terracota, 1932), Eco (bronce, 1934) y Torso de muchacha (bronce, 1934). Son tres cantos a la vida, tan intensos y profundos como para aspirar a ser reales. En puridad, más que resaltar lo real, más parece que intenten expresar lo verdadero.

Lo dicho, dos exposiciones en una, en la sala Kubo del Kursaal donostiarra, hasta el 30 de septiembre.

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