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Columna
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Quemados

Jesús Ruiz Mantilla

Cuando el pasado martes, quienes lo pudieron soportar, vieron al rumano Nicolai Marian Mirita envuelto en llamas en una calle de Valencia, a su mujer desesperada y después a su hija Isabella diciendo que se mataría si su padre no sobrevivía a las quemaduras, difícilmente han podido escapar después de aquella imagen.

Ese hombre desesperado, engañado, estafado por la promesa de una vida mejor, no tuvo otra opción, no vio más salida para hacer oír el grito de su tragedia que mostrarnos con fuego el rostro de su desesperación.

Fue toda una metáfora de esas vidas al límite que a diario se cruzan con nosotros en las calles de Madrid y ya, sin remedio y por fortuna, de toda España. Con muchos tratamos a diario, en los cafés, en las tiendas, en nuestras casas... Sus hijos crecen con nuestros hijos en los parques, en las escuelas y van tamizando sus acentos y sus lenguas originales con los sonidos peninsulares e insulares del castellano, arrojándose sin remisión y con suerte a los brazos de un desarraigo que, paradojas, puede salvarles de la miseria.

Deambulan por la ciudad en busca de un colchón a no menos de 300 euros

Otros se cruzan ante nuestros ojos como fantasmas, muchos de ellos, vestidos con esas ropas que hemos depositado en los contenedores de las ONG, pidiendo limosna, incapaces de encontrar un trabajo que les dé para seguir soñando con aquel mundo de ciencia-ficción que ven por la televisión.

Los africanos que venden música, películas y zapatillas de marca en las mantas, los indios que se aposentan en las aceras ofreciendo a buen precio camisetas de grupos heavys, de equipos de fútbol, sortijas, cerámicas, flautas y congos, los orientales que sacan cualquier porcentaje del todo a 100, las chicas engañadas que acaban en los bares de carretera vendidas a las redes de prostitución, las mujeres con bata azul que de madrugada, bajo la luz fría de las oficinas, recolectan nuestra basura, los mendigos encogidos en sus cartones sobre los portales o a la entrada de los cines y los teatros de la Gran Vía, todos ellos, cobran otro aspecto después del grito de Nicolai: también ellos, si nos fijamos, llevan marcado en el cuerpo su propio fuego, porque sobreviven a duras penas en la jungla del día a día. Quemados.

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Y no digamos esos gitanos rumanos y búlgaros que acampan junto a las vides en espera de que les expriman los cuatro listos de siempre para sus vendimias. Incapaces de renunciar a los tumbos inciertos de su vida nómada, desplazándose por el mundo en función de los frutos que da el campo, las frutas, las hortalizas... el mismo barro. O esos náufragos que llegan del sur y que son arrojados al agua antes de alcanzar las costas de su tierra de promisión. Se hunden sin apenas darse cuenta de que el manto azul de la mar les envuelve en una muerte a traición de la que no pueden zafarse.

Quienes sobreviven, si logran cruzar la línea y no son devueltos con camisa de fuerza a sus países de origen, deambulan por la ciudad en busca de un colchón a no menos de 300 euros.

Así nos lo mostraba la semana pasada el programa Callejeros, en Cuatro, ese milagro que sobrevive en la parrilla a fuerza de contarnos descarnadamente la vida de todos los desheredados. Luego pueden acceder al mercado de chapuzas sin contrato y, con suerte, quedarse haciendo méritos para alcanzar, quizás en decenios, esa nacionalidad mercenaria que los futbolistas consiguen en pocos meses, no sabemos muy bien por qué.

Para que después digan los sectarios de siempre, los papanatas, que no es necesaria una asignatura como la educación para la ciudadanía. Que esos valores que ya deberían estar enseñándose en los colegios públicos sin que hayamos hundido un poco más en la miseria moral a dos generaciones desde los tiempos de la transición, son un lavado de cerebro. Cuando por nuestras calles vemos pulular el abuso, la ventaja sobre los que no tienen nada, mientras no haya garantías, puertas abiertas, respeto a quien viene en busca de una vida mejor, habrá que impartir valores democráticos y derechos humanos todos los días, muchas horas y por obligación. ¿Cuál es el sentido de la educación si no?

Más humanismo y menos dioses y santos en las escuelas, más ilustración y menos doctrina, que de esos polvos, entre otras cosas, vienen estos lodos.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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