Una furtiva lágrima
Es quizás atrevido decirlo, pero con Pavarotti se va algo más que un tenor de una belleza vocal impresionante, se va algo más que un artista carismático como pocos. Con Pavarotti se va una época: la de la reconstrucción de los valores morales después de la II Guerra Mundial; la de los sueños. Su figura se emparenta más con algunas del neorrealismo italiano, como la actriz Anna Magnani, que con la de muchos de sus colegas cantantes.
Sus orígenes humildes sustentan la leyenda. Muchos niños de sus años de triunfo soñaban ser de mayores como él. Hoy los niños no ven la ópera como horizonte, sino el fútbol. La ascensión al Olimpo del éxito de un cantante, que tan magistralmente cuenta Willa Cather en su novela El canto de la alondra a propósito de una soprano, hoy es sólo literatura. Los sueños apuntan en otra dirección. Pavarotti había entrado, en cualquier caso, desde hace tiempo en la categoría de los mitos.
Luciano Pavarotti vivió la vida con intensidad y compartió su felicidad con los demás en la medida de lo que estaba a su alcance. Se instaló grandes temporadas en Pesaro, lugar natal de Rossini, el hedonista. Estas elecciones nunca son casuales. Como no lo es la de Juan Diego Flórez -su heredero, según el propio Pavarotti-, que se está construyendo una casa justo al lado.
Se embarcó con Domingo y Carreras en la aventura de los tres tenores, tratando de extender el canto a un sector de la población no acostumbrado. Se unió a Sting o a Bono en otro intento de seguir ampliando fronteras. Se sentía a gusto en los grandes estadios, desde la Arena de Verona, donde le escuché un Réquiem, de Verdi, estremecedor, hasta el campo de San Mamés, donde dio un recital para celebrar el centenario del Athletic de Bilbao, con el que fijaba su posición frente al madridismo de Plácido Domingo.
Pavarotti, en fin. Era un artista cercano, familiar, campechano con sus inseparables pañuelos. Tuvo una infancia feliz. Fue subiendo peldaños asimilando con naturalidad el éxito y sin perder en ningún momento el sentido de la realidad.
"La ópera no es ya una propiedad exclusiva de los ricos o muy cultos", decía, y se sentía bien con ello.
Pavarotti representa como pocos el placer de cantar, que al fin y al cabo es un reflejo del placer de vivir. Un día escogió para una revista inglesa a sus tenores preferidos: Caruso, Gigli, Martinelli, Pertile, Lauri Volpi, Tagliavini, Bjoerling, Di Stefano, Bergonzi, Corelli, Gedda, Del Monaco, McCormack. Toda una manifestación de principios, que alumbra más que mil teorías. Su preferido de los actuales, ya lo saben: Flórez.
Con una furtiva lágrima a punto de correr, los discos esperan: A te o cara, A mes amis, Nessun dorma, Chi gelida manina... Rossini, Bellini, Donizetti, Tosti, Verdi, Puccini. La voz de oro era italiana. De Módena, como el famoso vinagre.
La memoria y los equipos de reproducción van a permitir que, al menos artísticamente, la muerte sea un poco burlada. ¿Un poco? No. Totalmente.
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