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Cambios en Medellín

La ciudad colombiana de Medellín ha sido publicitada durante mucho tiempo como un centro de graves conflictos, atribuidos a problemas generales y, en buena parte, a la delincuencia del narcotráfico relacionada de manera muy compleja con acciones revolucionarias reivindicativas, que han derivado en graves anomalías sociales. Pero quizás se ha insistido poco en unos hechos estructurales que han formado el escenario idóneo para esos desastres. En Medellín el 40% de la población vive en los llamados tugurios, unos guetos nacidos en el desorden y la barbarie de una autoconstrucción incontrolada, sólo habitables en condiciones infrahumanas. En paralelo, el grupo social más adinerado ha organizado sus propios guetos: unas áreas en forzado aislamiento que no llegan a constituir auténticos barrios, no sólo por su especificidad social, sino tampoco por la ausencia de un entramado de espacios y equipamientos públicos significativos. Sólo una pequeña parte de la población vive en los restos salvables de la reducida área que todavía puede interpretarse como ciudad. Así, una colectividad de más de dos millones de habitantes vive prácticamente subdividida en varios guetos que, por razones opuestas, no alcanzan las mínimas condiciones de habitabilidad -seguridad, cohesión, información, etc.- con un carácter definitivamente urbano.

Desde hace pocos años, el actual equipo municipal de gobierno -con el alcalde Sergio Fajardo y un grupo de técnicos pilotado por Alejandro Echeverri- ha iniciado un plan de reforma social de la ciudad, basado primordialmente en una reconstrucción urbanística. Es un hecho importante y un intento de gran trascendencia para las experiencias urbanísticas y políticas contemporáneas.

Una primera línea de este plan parte de la atención puntual a los graves problemas de las comunas, es decir, de los tugurios de autoconstrucción, absolutamente aislados, situados -como en Río, Bogotá, Lima y tantas ciudades latinoamericanas- en terrenos escabrosos, desurbanizados, inasequibles y sin servicios. La estrategia ha sido empezar con la construcción, en medio de la comuna, de un centro de actividad colectiva: un parque o una plaza que incluye un equipamiento plurifuncional -escuela, biblioteca, centro cívico- de elevada calidad arquitectónica y a la que llegan los terminales de los nuevos transportes públicos, a pesar de las casi insalvables dificultades topográficas y a la impenetrable densidad de las chavolas. Muchas líneas de estos transportes han tenido que adoptar sistemas muy radicales como el llamado metro-cable, un sistema teleférico de cabinas que acceden a la montaña desde el centro de la ciudad.

Con la coincidencia del transporte público y la nueva área cívico-cultural se consigue una centralidad de uso casi obligatorio que está produciendo un efecto de cohesión social donde prácticamente no existía. El mismo efecto se está logrando con la construcción de puentes de enlace entre comunas vecinas, hasta ahora siempre separadas por profundas vaguadas que han sido escenarios de violencias vecinales y que ahora empiezan a ser centros de concordancia y participación.

La segunda línea es la de la jerarquización y dignificación del espacio público y los sistemas viales de lo que podríamos llamar sectores urbanizados. También esta línea se enfoca con actuaciones simultáneas: construcción de grandes equipamientos metropolitanos -palacio de convenciones y ferias, teatro, biblioteca central, etc.-, creación de una red de transporte público de manera que no sólo sea funcionalmente adecuado, sino que, además, aporte una lectura coherente, comprensible, de aquella parte de ciudad que todavía puede ser representativa de una nueva cohesión social.

Otra consideración importante: la nueva arquitectura -en las comunas y en el centro urbanizado- es de una calidad sobresaliente, alejada de cualquier populismo e incluso de cualquier pintoresquismo, atenta a una pasada tradición colombiana de modernidad, al cobijo de maestros que marcaron una época brillante con nombres tan significativos como Salmona, Bermúdez, los lecorbusianos de su época y una estela que ahora está dando sus segundos frutos. Esta exigencia de calidad, a pesar de los apuros y de las necesidades urgentes, está participando en la creación de una nueva autoestima colectiva.

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Hay que observar atentamente la evolución de todas estas actuaciones, no sólo para comprobar sus resultados, sino para tener nuevos testimonios respecto a la eficacia social de la reconstrucción urbana en un lugar que ha sido tan conflictivo como Medellín. ¿Hasta qué punto será un elemento crucial y quizás definitivo en el logro de una elevada convivencia, una reducción de conflictos mortales, una elevación de la civilidad? ¿Hasta qué punto la operación urbanística reforzará e incluso provocará las indispensables medidas públicas para asegurar un nuevo orden social? ¿No hay que temer, incluso, una posible banalización de ese urbanismo que tan acertadamente prefiere transformar la realidad a derribarla, ofreciendo el conformismo de lo pintoresco como un sustituto de los cambios radicales? ¿Será posible mejorar la vida de esa multitud sin cambiar de golpe toda la estructura residencial? Sería lastimoso que el metro-cable, por ejemplo, se convirtiese en un sistema turístico para contemplar desde el aire, sin contaminarse, la belleza pintoresca de la vida aglutinada, espesa pero vibrante, del tugurio con sus habitantes mal alojados.

Oriol Bohigas es arquitecto

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