La hora del Tribunal Constitucional
Leo con preocupación que "se puede atrasar el fallo sobre el Estatuto catalán". Espero que sea una serpiente de verano. Sería bueno que el Constitucional dictara pronto sentencia sobre los nuevos estatutos. Bastante equivocación fue anteponer la última reforma estatutaria a la constitucional. Al final, hasta el propio Maragall lo ha reconocido. El error podría ser letal para la Constitución y para el Tribunal, si las decisiones se retrasaran. No se deben prolongar las incertidumbres. Lo exige la consideración debida a los ciudadanos.
Es cierto que al Tribunal tampoco se le guarda siempre el obligado respeto. Su imagen mediática resulta a veces estereotipada y lamentable. Según ella, la acción del Constitucional vendría regida por tres principios implícitos:
1. Todos los magistrados, o son "progresistas", o son "conservadores".
2. Sus posiciones al sentenciar estarían determinadas por esa presunta condición.
3. Al declarar inconstitucional un precepto, legal o estatutario, el Tribunal propinaría un "varapalo" al partido que lo hizo aprobar.
Si esto fuera así, poca falta haría un Tribunal Constitucional. Por fortuna, los tres principios son falsos. Dar a entender que de hecho funcionan redundaría en flaco favor a la institución y en falta de respeto para sus miembros.
La atribución de progresismo o conservadurismo a los magistrados es conjetura tentadora pero azarosa. Quienes penetran en tales jardines tienen gran peligro de patinar. Podría dar algún ejemplo divertido. Lo cierto es que se tiende a esta simplificación: cualquier magistrado propuesto por el PP es por necesidad "conservador"; en cambio, será "progresista" si fue apadrinado por el PSOE. Así de sencillo. En términos taurinos, habría dos hierros decisivos: los de la ganadería de Ferraz, con brillante trayectoria centenaria, o la genovesa, no tan antigua, pero de no menor relumbrón. Todos reconocen que entrambos vienen ofreciendo las mejores corridas políticas en nuestro ruedo ibérico. Para quienes rechazan la fiesta, la metáfora podría convertirse en deportiva y decir que los jugadores saltan al campo a defender los colores del club que los fichó. Un poco sorprendente, ¿no?
Más estupefaciente aún resulta el segundo principio: la posición de cada juzgador dependería de esa su condición progresista o conservadora. Funcionaría así un elegante sistema binario: si lo dice uno, entonces es sí; si lo afirma el otro, por supuesto que no. Luego bastaría añadir una fundamentación, más o menos incomprensible para la mayoría. Si esto fuese así, sobrarían en el Tribunal sus juristas de reconocido prestigio. Bastaría una inteligencia natural bien despierta y una buena aguja de marear. No quiero dar ideas. Pero alguna vez, oyendo a tertulianos, periodistas y políticos, con sus opiniones agudas, tajantes, inapelables y a bote pronto sobre lo que debería decir el Constitucional, me asaltó la pregunta: ¿no cabría aprovechar tanto talento desperdiciado? ¿No es maravilla que estas gentes no necesiten siquiera haber leído los escritos de las partes?
En realidad, la cosa no debe de ser tan elemental. El sesgo ideológico de un magistrado no es siempre la dimensión decisiva. No todo se dilucida en esas coordenadas, ni se agota la riqueza de una personalidad en ellas. Hay muchos otros aspectos relevantes. Así, proceder del ámbito judicial o del académico podría resultar incluso más influyente para juzgar ciertos asuntos; por ejemplo, una recusación o una inhibición.
Es más, parece lesivo para la dignidad del Tribunal suponer que sus decisiones dependan más de quiénes y cómo sean los magistrados o de quiénes son los recurrentes, que de la cuestión objetiva que se les somete. El voto del magistrado se convertiría así en un voto político, en un acto de voluntad y no de juicio. Cabría entonces que la misma cuestión resultase constitucional o inconstitucional, según estuviera o no tal o cual magistrado. O que idéntica materia fuese blanca o negra, según que se aplicase a Cataluña o Andalucía. Inquietante, ¿no es así?
Esto sería posible si no existiese la Constitución como norma vinculante. Pero existe. Y esa existencia complica mucho, porque fuerza a interpretar un texto concreto. La tarea de un magistrado constitucional sin Constitución sería la labor más feliz, creativa y fantástica que imaginar cupiera. Todo el monte sería orégano. ¡Qué privilegio fallar cada cualsegún sus personales ideales de vida! No se alcanzaría el "seréis como dioses", pero sí el "seréis como soberanos". Porque, en el fondo, se trata de soberanía. Si este concepto conserva hoy en día algún sentido jurídico fuerte, es como referente atributivo de las decisiones del poder constituyente. La Constitución fue decisión soberana de todo el pueblo español. Interpretar la Constitución viene a ser algo muy próximo a ejercer de soberano. Pero tiene sus límites. Se precisa mucha sensibilidad y cautela para ser la voz autorizada de la Constitución. Si se admitiera que todo cabe en el texto constitucional, querría decir que la Constitución no manda nada.
Eso me lleva al tercer punto, o sea, eso de que el Tribunal "se carga" un "Estatuto" y reparte varapalos. Tampoco resulta apropiada. En puridad, lo que hace el Tribunal, es decir, que si se quisiere establecer una regla, incompatible con la Constitución, pero que puede ser muy sana y conveniente, ha de intervenir antes ese sujeto soberano que aprobó la Constitución. O sea, el Tribunal preserva la soberanía de los españoles. Porque, dicho sea de paso, ni el Constitucional es soberano, ni lo es ningún Parlamento autonómico, ni lo son tan siquiera las Cortes Generales.
La conjunción astral de esos tres criticables principios tiende a erosionar y trivializar el trabajo del Constitucional. Este Tribunal, pese a que su prestigio no esté, acaso, hoy en cuarto creciente, ha rendido muy trascendentes servicios a la democracia y a la Constitución. Su labor ha resultado muy positiva en sí misma, y no digo nada en comparación con algún organismo otro, de cuyo nombre no quiero acordarme.
En el día de hoy siguen pendientes varias impugnaciones contra Estatutos de tercera generación con problemas peliagudos de constitucionalidad. Además, flota en el aire un nuevo Estatuto vasco tras el naufragio del proyecto Ibarretxe. La razón de ser del Constitucional cobra toda su trascendencia en esta hora.
Es momento de recordar que el Tribunal no se creó en su esencia para corregir a los Tribunales ordinarios, ni para instruir a la Sala de lo Penal del Supremo sobre cómo prescriben los delitos, ni para intercambiar collejas, si se me permite esta expresión, con la de lo civil del propio Supremo sobre asuntos menores. Lo esencial es lo de ahora.
Para juzgar Estatutos autonómicos hubiera sido deseable un pronunciamiento del Tribunal con carácter previo, sobre un texto ya definitivo, antes de su aprobación parlamentaria y del referéndum de ratificación por la Comunidad Autónoma. Eso pretendía el difunto "recurso previo", mal extendido a todas las leyes orgánicas, mal suprimido por el Gobierno de Felipe González y abusivamente instrumentalizado por los parlamentarios de Alianza Popular o del Partido Popular en la oposición. Con esa vía previa hubiera sido más difícil que una Comunidad Autónoma se sintiese agraviada si el Tribunal eliminaba, por inconstitucional, algún párrafo del proyecto de un Estatuto. Fue una lástima perder este valioso instrumento en el fragor de la reyerta partidaria.
El caso es que estamos como estamos. El Tribunal empezó señalando en un momento dado, con acierto, que era prematuro estimar una impugnación del PP contra el Estatuto de Cataluña antes de conocer el texto final. Consideró que era demasiado pronto para pronunciarse. Pero ahora preocupa que, por la inercia de los hechos consumados y con el rizo de las cuestiones previas, cuando dicte sentencia resulte demasiado tarde. El problema actual es que ya ha transcurrido tiempo sobrado y que del Tribunal no llegan síntomas de sentencia de fondo, sino señales varias dilatorias, que suenan a escaramuzas.
Para justificar el retraso flotan en el ambiente argumentos bastante débiles, a mi modo de ver. Ni el de la complejidad del asunto (produciría sonrojo acogerse a esa excusa al cabo de tantos meses), ni el de la impugnación por el PP de la nueva reforma de la ley del Tribunal (se debería respetar el orden de entrada), ni el lío procesal de las acumulaciones (asunto instrumental, que debería facilitar lo principal), ni la finalización del mandato de la presidenta (que, dicho sea de paso, es hoy la mejor candidata para el puesto que ya ostenta), etc.
En suma, ha llegado la hora de fallar. Todos debemos respeto al Tribunal, pieza insustituible en estos trances, lo que supone apartar los esquemas mediáticos y otorgar un voto de confianza a su autoridad. Pero los españoles también merecemos un respeto por parte del Tribunal, en forma de unas sentencias prontas, claras, coherentes con la jurisprudencia existente, bien fundadas en la Constitución y, por supuesto (yo diría, incluso, sobre todo), unánimes o por una mayoría tan contundente que nadie pueda interpretar como confirmación los disolventes principios antedichos. Es la hora del Tribunal Constitucional, sin duda. Si no la aprovecha, el riesgo es que le haya sonado al Tribunal su hora, pero esta vez en el sentido quevediano.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona es ex ministro de UCD
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