_
_
_
_
Reportaje:

José Ramón de la Morena. Pegado a'El larguero'

"Hincha, tú eres el mejor escuchando el transistor" es el himno de De la Morena desde hace dieciocho años, cuando inventó uno de los programas más escuchados de la radio española, en la SER, un magacín de deportes donde reina el humor y otra forma diferente de hacer periodismo.

Juan Cruz

Está a punto de cumplir 50 años y aún parece aquel mocetón inocente que entrevistó al futbolista Benito cuando tenía 10 años. Hace, pues, 40 años que José Ramón de la Morena, periodista nacido en Brunete (Madrid), enamorado de este pueblo, de su viento y de sus calles, ejerce la costumbre, la pasión y la obligación de preguntar. Cuarenta años preguntando. Lleva 20 en la SER, más de 18 en El larguero, de su invención, pero empezó cuando tenía pantalón corto y alguien le facilitó una conversación con Benito, del Real Madrid. Toda una vida preguntando. Trajo al fútbol sentido del humor, en una época en que parecía que el mundo se acababa cada vez que había una crisis en un equipo, y ha contado el deporte -el ciclismo, el fútbol, el baloncesto, el automovilismo...- desde el punto de vista del espectador, y con la presencia de los protagonistas. Pregunta, a pesar de los años, como si estuviera empezando, y cuando lo hace da la impresión de que quisiera ayudar al otro a encontrar el tono más simple posible para dar las respuestas. Ha sido, y es, un vicario entre lo que sucede y el hincha, y para eso trajo al primer plano una sintonía ("Hincha, tú eres el mejor escuchando el transistor") que al principio no parecía convencer a sus primitivos jefes, pero que luego ya se hizo consustancial con su programa y con su manera de trabajar. Para realizar todo lo que ha hecho, muchas veces ha ido "a trescientos por hora"; ahora quiere ir más pausado, porque se lo manda la vida, pero a veces se acelera igual. "Menos mal que tengo algunos ángeles de la guarda; y el primero, Augusto Delkáder [su jefe máximo en la SER]; gracias a él he salido de muchos tortazos y no me he dado otros tantos". Hablamos en Brunete, cómo no, ante los descampados que él hollaba de chico y que ahora siguen siendo su geografía, física y humana. Nos acompaña Javi, su hijo, que a veces quiere ser periodista y otras veces opta por el sueño de ser maquinista. Nos sentamos en un banco de madera; de vez en cuando pasan vecinos que le llaman Ramón desde niño, y que le han visto crecer como el héroe del pueblo; cada persona que surge en la conversación tiene para él una historia. Si un día tuviera que hacer un libro (y ha hecho varios, el de mayor éxito se titulaba Los silencios del larguero, sobre su programa de radio) acerca de los personajes de Brunete, tendría que emborronar varios tomos. Habla como en sus entrevistas, como si estuviera interrogándose a sí mismo. La infancia le lleva por mil recovecos de la memoria, pero en todos ellos está estampada su vocación, la que ejerce ahora con el sentimiento de que la está empezando. Quien le ha visto preparar sus programas, minuciosamente, casi como un orfebre, sabe que eso de que siempre está empezando que él dice no es tópico ni es una falsa modestia: se toma con tanta pasión como esmero los guiones de cada noche, de modo que ahora que descansa antes de que empiece la temporada debe pensar que esta hora en que hablamos, las ocho de la tarde de un día cualquiera, en Brunete, es un momento de oro, pues a esta misma hora estaría afanándose sobre el papel, escribiendo a mano lo que luego será el programa más escuchado de la radiodifusión española.

"Tenía 10 años y logré hacerle una entrevista a Benito, que era defensa del Madrid. Llevaba las preguntas muy preparaditas"
"Nunca he querido que el oyente conociera mis penas. Intento darle lo mejor del día. Creo que debo ser un poco su analgésico"

En este momento, pues, no está trabajando, y cuando no trabaja, ya lo hará, Brunete está en primer plano. Por este pueblo, tan asociado a los peores momentos de la Guerra Civil, comenzamos a hablar.

¿Y qué es para usted Brunete?

Brunete es el escenario de mi vida. Ahora es un poco mi pueblo dormitorio porque trabajo entregado a la radio y no aparezco por aquí hasta las tres de la madrugada... Pero los viernes y los sábados sigue siendo mi escenario natural. La historia de mi vida comienza aquí; luego estuve en un internado de los Escolapios. Así que esto era un paraíso y el internado era el infierno.

¿Qué le hizo a usted el internado?

He visto allí cosas muy duras, pero afortunadamente salí indemne. Me hizo fuerte, me hizo hombre, quizá antes de tiempo. Entré a los nueve años, imagínate. Y salí a los diecisiete. Me dejó algunos vicios, evidentemente. Me hizo desconfiado. Me curó de espanto. Me dio una fe que luego perdí. Bueno, no sé si la perdí del todo. También conocí a buena gente, con auténtica vocación, pero también conocí a curas que hacían polvo a los chavales. Del mismo modo que conocí a curas fabulosos.

Pero salió indemne.

Sí, eso es lo fundamental. Vi a chavales que salieron muy tocados. Conocí a niños de 12 o 13 años que fueron expulsados del colegio bajo la grave acusación de haberse masturbado. Y eso deja un complejo brutal, porque además les señalaban públicamente ante toda la clase. Y además, los curas argumentaban las sospechas señalando que habían encontrado determinadas revistas debajo del colchón. Era tan cruel... Pero a mí no me dejaron secuelas, o al menos yo no me las reconozco.

Ahí debió de fraguarse su vocación de periodista.

Qué va. Venía de antes. Lo mío fue una cosa muy extraña. Con la edad de Javier [su hijo], yo ya quería ser periodista. Mis amigos de aquí querían ser todos futbolistas, menos Paco, que quería ser torero. Como futbolista, yo era horrible, pero me volvía loco hacer crónicas. Las escribía y las colgaba en el bar de mi amigo Javi. En el internado participé en una revista que se llamaba Nosotros y Nuestras Cosas. Y conseguí hacerle una entrevista a Benito, defensa entonces del Real Madrid. Yo tenía un amigo, Julián Sánchez Casas, que sería alcalde del PSOE en Puente del Arzobispo, que era del mismo pueblo que Benito, y él fue quien me consiguió que le entrevistara. Ahí empezó todo.

De la Morena entrevistando.

Tenía 10 años, pon tú que 11. Era mi sueño. Y fuimos a un partido Real Madrid-Elche, en el Bernabéu. Y después le hicimos la entrevista a Benito en su casa. Qué nervios, qué miedo, si funciona o no el magnetofón.

¿Cómo fue?

Quedamos para después del partido. Habían empatado a uno. Fuimos a su casa de Madrid, salió Benito con un jersey de cuello alto, de color rojo, oliendo a recién duchado y perfumado. Era un piso bien de la calle de Orense. Me impresionó todo, las fotos que había a la entrada: de Benito con la selección, del equipo, él con gente de todas partes... Salió su mujer y se quedó un rato. Y luego le hicimos la entrevista para la revista del colegio.

¿Y recuerda qué le preguntó?

Llevaba las preguntas muy preparaditas. A esa edad, seguro que se me escaparían muchas cosas, pero bueno... Esa revista, Nosotros y Nuestras Cosas, la monté luego en Brunete, pero fue otra historia. Se nos ocurrió escribir un artículo sobre el marxismo, disparates de nuestros tiempos. Yo era un estudiante de derecho y periodismo, tenía 17 años, estaba lanzadísimo. Pero para aquí, para Brunete, eso se tomó como algo muy fuerte, ¡sacar una revista que hablara de política! La vendíamos a 25 pesetas y sacábamos para la tinta y para el papel. Hacíamos fotocopias, y había una empresa que nos ayudaba. ¡Y se armó una en el pueblo...! A mi padre, que era secretario del Ayuntamiento, se lo comían vivo. Dijeron, para intimidarnos, que la revista estaba sin legalizar, porque no tenía depósito legal. En la Facultad me explicaron cómo se hacía eso, y en la comida le dije a mi padre que ya estaba haciendo los trámites para legalizarla, que me los estaba haciendo un catedrático; mi padre lo dejó caer en el Ayuntamiento, y siguió el bulo, hasta que volvió a aparecer la revista, con un cuadradito en la portada donde ponía el número del depósito legal. Me lo había inventado.

O sea, que usted mismo legalizó la revista.

Yo mismo, con dos cojones. Recuerdo que nos llamó el alcalde y nos echó una bronca, que era un disparate, que "cómo se atreven...". Fíjate que lo que más le escandalizó fue lo que había escrito sobre el equipo de fútbol del pueblo. Yo había escrito sobre Arturo Ruiz, el chico que habían matado los fascistas en Gran Vía. Y me llamaron del Ayuntamiento, y yo creía que era por eso, por lo que había escrito acerca de lo que sucedió con ese chico. No, lo que les había cabreado era lo que escribía del presidente del equipo de fútbol de Brunete y del propio alcalde. "Y te diré una cosa", me dijo el alcalde, "porque la has legalizado, que si no, esta noche dormirías en el calabozo".

Antes de periodismo, hablemos de historia. ¿Qué le contaron de Brunete?

No me tenían que contar nada porque yo lo he vivido. Imagino cómo era Brunete antes. Un pueblo agrícola, seco, un clima castigado, con gente que se ha dejado la vida en el campo. Gente que tenía un patrimonio importante de fincas y que las cultivaban, y de eso vivían. Ahora, por ejemplo, la recalificación está enriqueciendo a algunos, pero son gente que merecen mucho respeto, porque se han pasado la vida labrando y labrando, y no han vendido sus tierras. Nunca tuvieron buena calidad de vida. No tuvieron buen coche, incluso pagaban en la panadería con una libreta en la que el panadero les anotaba sus deudas. Ahora son gente que tiene su patrimonio y una calidad de vida mejor, porque han vendido la finca y tal vez les hayan dado doscientos millones que les han solucionado la vida. Pero Brunete siempre fue un pueblo bastante humilde, como pasa en general en toda la zona de Castilla. Con las excepciones de algunos latifundistas, que ésos sí que eran ricos de verdad.

Y estaba la marca de la guerra.

Eso sí. Ése ha sido un sello que hemos tenido aquí, brutal. Cada vez que iba al internado y decía que era de Brunete me decían: "Ah, claro, ahí fue la guerra". La gente no sabía ni cuánta gente había muerto, ni por qué ni nada. Pero nos quedó un sello, una especie de maldición del pasado. A mí me gustaría que de una puñetera vez eso fuera historia superada, más que olvidada.

¿Y cómo se puede olvidar, cómo evitar el rencor?

Transmitiendo de otro modo la realidad de lo que ocurrió. A Javier yo no le hablo de buenos y malos. Le cuento la historia, sin manipularla. ¿Qué ocurrió aquí? Que hubo un destacamento pequeño del llamado bando nacional. El bando republicano intentó meterse en esta zona, para romper el frente. Por aquí entró la división de El Campesino, formada por gente muy humilde, muy castigada por sus amos. Entraron cometiendo tropelías, como los nacionales las cometieron en otros lugares. Esas tropelías acabaron con el asesinato de quince o veinte personas, que murieron de manera brutal. No aparecieron sus cuerpos. Los padres se lo contaron a los hijos, y eso fue creando un clima de odio que el franquismo alimentó. Por fortuna, yo no me he hundido en esas aguas. Conozco a gente que sigue buceando en ellas. Me gustaría crear un recuerdo generalizado para todos, de respeto y de compasión.

Pero para los adolescentes como usted la guerra seguía: encontraron cadáveres, escucharon hablar de ella...

Es que aquí se alimentó mucho el franquismo. Ten en cuenta que venía Franco a cazar, a la finca de La Cepilla. Había una señora muy rica en dinero, que era la dueña; cuando los chicos hacíamos la primera comunión nos regalaba un bollo con una loncha de jamón de York. Doña Encarna. Cuando Franco venía a cazar aquí buscaban ojeadores, te daban trescientas o quinientas pesetas en 1972, o por ahí. Tú ibas dando voces y espantabas a las perdices. Venían muchos guardias civiles, que se instalaban en casas, para guardar al Caudillo; iban a tu casa y tú te tenías que ir a dormir a otro lado. Con aquellos uniformes, aquellos mosquetones. Cenaban en tu casa. Los bares se llenaban de guardias civiles, todo lleno de bigotes y de tricornios. Por la mañana venían unos camiones y a los guardias civiles los repartían por los cruces y por los caminos para esperar al Caudillo. Venía Franco en el coche oficial. Le esperaban las autoridades. Daba la mano a todos y se iba de cacería. Comía en casa de doña Encarna. Aquí se ha mamado la derecha. Como se han mamado el catecismo y el 20-N.

¿Y usted fue ojeador de Franco?

No. Yo era pequeño y estaba en el internado. Fui ojeador en una cacería del Rey. A Franco lo vi sólo una vez, tendría yo ocho años. Se lo dije a mi padre. "Ni hablar, ¿dónde ibas a verlo?". Javi, mi amigo, me había dicho: "Tenemos que ver a Franco, joder". Nosotros entrábamos en el colegio a las nueve y Franco llegaba a las ocho y media; teníamos ganas de ver los coches, la guardia mora, todas esas cosas que Franco llevaba consigo. Nos escondimos detrás de unas piedras y le vimos bajar del coche, que tenía dos faros muy grandes, y le subieron a un jeep. Le vimos llegar de lejos, iba con un tal Camilo Alonso Vega. Era muy bajito; nos sorprendió lo bajito que era.

De chico, aquí encontraron nidos como encontraban bombas. ¿Ustedes las buscaban?

Toda esta zona que ahora estás viendo, este descampado, ha estado minado de bombas, porque aquí se produjo la batalla. Aquí murieron 36.000 personas. En el colegio nos cuchicheábamos: "Me sé un nido de perdiz, dos de urraca, uno de obús y dos de bombas de piña...". Nos encontrábamos bombas cada poco. A un pastor amigo nuestro le reventó una ahí abajo. Yo en esa época tendría siete u ocho años. Entré en la escuela del pueblo con tres años, hasta los seis, y a los nueve ya estaba internado.

¿Por qué lo internaron, no era un buen chico?

No, no era un chico demasiado bueno. Pero la explicación de mi padre, cuando me iba a mandar interno, fue que aquí no había sitio donde estudiar. Intentó el colegio Calasanz, pero no había plazas. El Alfonso XII era demasiado caro. Pero pudo meterme en los Escolapios, que pagó haciendo muchas horas extras en gestorías. Se lo agradezco, aunque él odiara que yo fuera periodista.

¿Por qué?

Mi abuelo Ramón era un hombre muy de derechas, y quería que yo fuera juez. Cuando veía que me iba bien en los estudios le decía a mi padre: "Este chico va a ser juez, ¿no?". Y mi padre decía que sí. Yo tenía facilidad para escribir, y desde los siete u ocho años quería ser periodista. Decían que ya se me pasaría. Y a veces mi abuelo, mientras removía la cucharilla en el café, decía: "Ya hablaremos con alguien para que se haga guardia civil". Lo que fuera, pero periodista no podía ser. Y aunque llegué a ser periodista de cierto éxito mientras él vivió, mi abuelo nunca encajó que yo no fuera juez. Murió hace 13 años. Para él, ser periodista era como un empleo de tercer grado.

¿Era su abuelo el que decía que usted de pico no andaba mal?

No, ése era el abuelo Nicasio. Era un agricultor que se murió sin conocer el mar. Creo que Madrid fue el lugar adonde llegó más lejos.

¿Qué aprendió de él?

Me habría gustado aprender su paciencia. Admiré su paciencia para sentarse en un banco del parque y relativizar las cosas. Por eso se murió a los 96 años y nunca le dolió la cabeza. Yo tengo unos dolores de cabeza espantosos. Un día, ya con 96 años, se levantó y dijo: "Parece que me he constipado". Se acostó y a los dos días murió. Pero hasta ese día estuvo andando por la calle con su garrota y su sombrero. Estaba muy orgulloso de mí. Murió un poco antes que mi abuelo Ramón.

¿Y sus padres? ¿Cómo vieron lo del periodismo?

Nunca lo vieron claro. Mi madre quería que fuera cura, y mi padre, que fuese juez. Hice un curso de derecho, pero me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo lastimosamente, y lo dejé. Había un overbooking impresionante en Periodismo, pero tuve una suerte brutal. Y mi padre me dijo: "Haz lo que te dé la gana. Te morirás de hambre". Cuando me dieron el Ondas le dije: "Te lo dedico, y te invito a cenar". Porque fue una especie de demostración de que no me estaba muriendo de hambre. Durante un tiempo le reproché que no me ayudara en nada. A veces me decía: "Tengo al hijo de un amigo que trabaja en el Ya, a ver si te consigue algo para el verano", pero nunca se produjo eso. Así que me harté de enviar cartas a los periódicos pidiendo trabajo, que lo haría gratis. Puse papel de calco en la Olivetti de mi padre y escribí decenas de cartas.

¿Y qué decía en las cartas?

Pues, por ejemplo, "Señor director de El Eco de Canarias, soy aspirante a segundo de Periodismo y me encantaría hacer prácticas en verano, sin cobrar". De algunos sitios me contestaban diciendo que ya estaban los puestos cubiertos. Pero me hacía ilusión recibir por lo menos respuesta. Al final, me fui a todas las emisoras y me dieron una oportunidad en Radio Intercontinental. Y empecé a hacer informativos de quince minutos. Por allí estaba Ramón Serrano Súñer, el dueño. Y le estoy agradecido a Miguel Vila, que se portó muy bien conmigo. Me animó muchísimo a hacer pruebas. Estaba con otro compañero de Facultad; leíamos teletipos, poco más. Recuerdo que un día leí un teletipo que decía: "Ese punto A punto Erre punto Juan Carlos Primero ha inaugurado un nuevo modelo de helicóptero". ¡Tenía que haber dicho Su Alteza Real y dije Ese punto A punto Erre Punto! "Pero ¿qué has dicho, joder, estás loco!", me decían luego. Al día siguiente llegó alguien: "Uno de los dos se va a la calle hoy". Yo estaba seguro de que sería yo. Quien nos anunció el despido de uno de los dos traía una cinta donde yo estaba seguro de que vendría mi disparate. No quise ni escucharlo, ya sabía que era yo. Al rato vino mi amigo: era él quien se tenía que ir, no le gustaba al jefe. Él se fue, pero compartíamos el sueldo, porque me cogía los apuntes en la Facultad mientras yo trabajaba. De ahí me fui a Radio Popular, cuando la Cope era Radio Popular. Y allí empecé a hacer partidos de fútbol. Trabajabas muchísimo y no cobrabas nada. Lo dejé y entonces fue cuando me hicieron las pruebas de la SER. Y me cogieron.

¿Qué le enseñaron esos años?

Fundamentalmente, yo era muy introvertido, y me di cuenta de que para ser periodista tenías que comerte la vida a bocados. Era osado, pero muy introvertido. Era capaz de hacer lo que fuera, estaba dispuesto a todo. Pero aquellos tiempos fueron muy difíciles, hasta que me hice periodista del todo. Y ahí sigo. Hubo un año en que me hice más de cien viajes en avión. ¿Te acuerdas del accidente de Sondika, en 1980, en Bilbao? Pues al día siguiente volaba yo a Sondika; imagínate, los hierros retorcidos junto al aeropuerto, el miedo.

Nació para periodista, pero la radio fue su madre, por así decirlo.

Sí, pero en aquellos tiempos decía que hubiera regalado años de mi vida por un contrato con el As. Te lo digo de verdad. Digo lo del As porque era el periódico del internado; era de color marrón. En la radio, yo escuchaba a Pedro Escartín y a Rafael Barbosa. Oía Radiogaceta de los deportes, en Radio Nacional. Después escuchabaHora 25 y a García, en la SER. En aquel internado yo soñaba con ser periodista y vivir de ello, pero sin pretensiones. Nunca imaginé que iba a ganar lo que pago a Hacienda en un año.

¿Produce abismo el éxito que ha tenido?

Sí, pero como no he cambiado el escenario, el éxito no altera mi equilibrio. Vivo aquí, en Brunete; los viejos siguen siendo los mismos que me han visto crecer. Conozco más a los viejos que a los jóvenes. El abismo del tiempo me ha pasado muy deprisa.

¿Y cómo ha variado su propia manera de hacer periodismo?

Creo que vamos hacia un periodismo mejor. La gente nueva que llega está mejor preparada. Tal vez no tenga tanta sangre caliente ni nuestra disposición al sacrificio, pero está más preparada. Teníamos tanta vocación, tantas ganas... La primera vez que hablé por radio me imaginaba que me había escuchado el mundo entero. Salía de allí y me decía: "Ahora me van a venir a saludar todos los del pueblo", y no vino nadie. Nadie lo escuchó, salvo mi madre, y porque yo la llamé para avisarla. Cuando me hicieron la prueba para la SER eran las cinco de la mañana de un Jueves Santo. Vine a Brunete, loco. ¡No me había escuchado ni Dios! Me acuerdo que me dijeron en la SER: "¿Tú estarías dispuesto a venir a las ocho de la mañana?". Sí, les dije, y a las cinco si hace falta. "Pues vente a las seis". Yo iba a las seis, y era cuando Iñaki Gabilondo empezó a hacer Aquí la Ser, un programa que comenzaba a las seis de la mañana, y me eligió a mí para los deportes. Había que estar en la radio a las cuatro. Yo me levantaba a las tres. Eran madrugadas interminables, en las que pasaba de todo. Un día se me metió una puta en el coche, y su chulo vino detrás, amenazándola con un cuchillo. Pero no soy un buen ejemplo para la profesión. Yo he tomado muchas curvas a trescientos por hora.

¿Y por qué lo hizo?

Pues no lo sé. Supongo que me vi contra la pared. Quizá tuve que elegir cuando [Eugenio] Galdón [que fue director general de la SER] me dio a elegir entre la dignidad y el paro. No quiero presumir de ser valiente, porque no lo soy. En esos momentos sabía que ese hombre me echaba, pero entendí que si no actuaba como actué, no me sentiría una persona digna. Galdón me pidió que hiciese un comunicado pidiendo perdón a García, por un incidente. Se pide perdón cuando has metido la pata, pero cuando te han pisoteado no pides perdón. Y en aquellos tiempos se vivía bajo la dictadura de García. Yo ahora no quiero hablar de García. Lo que considero que hice en aquel momento fue iniciar una rebelión contra aquella dictadura.

Veinte años haciendo Deportes...

Toda la vida haciendo Deportes. En todos los horarios, hasta 1985, en que llegó a la SER un grupo de gentes que me dijeron: "Nosotros entendemos que tú no vales para esta profesión". Yo estaba seguro de que sí valía. Y les dije que me dejaran seguir en lo que fuera. Así que me puse a hacer el Getafe, que estaba en segunda B; el Parla, el Alcoyano... Y no lloré. Luego, en 1986, llegó a la SER Alfredo Relaño, y me volvió a sacar de titular. Poco después me propuso hacer la noche, y es cuando me inventé El larguero. Empezaba en septiembre de 1989. Mi hermana había alquilado un piso en La Manga (Murcia), y yo me daba paseos por la playa a ver qué se me ocurría. Un día escuché en el transistor de una señora la canción que sonaba, Ra, ra, ra, de Benito Moreno. Llamé a la emisora y pregunté qué canción era ésa. Era una especie de sátira que había compuesto Benito.

¡Otro Benito!

Otro Benito, mira por dónde. La elegí como sintonía. Desde entonces, esa sintonía es mi credo. "Hincha, tú eres el mejor escuchando el transistor".

¿Y qué tal se sigue llevando con el oyente? Le trata de tú.

Le trato de tú, le saludo. No me dirijo a los oyentes: me dirijo al oyente. Los oyentes no sé ni quiénes ni cuántos son. El oyente sí; le imagino, le siento y sé que prefiere que le trate de tú y en singular.

¿Qué ha aprendido al frente del micrófono?

A escuchar. Delante de un micrófono, si no sabes escuchar, no puedes preguntar. Esta profesión se aprende en la calle, en los campos de fútbol, en los entrenamientos, a las puertas de los hoteles. Ahí es donde se hace la carrera.

Cuando ha sabido que hace cuarenta años de las primeras preguntas a Benito se ha asustado usted un poco...

Sí, me ha dado un poco de vértigo.

¿Cómo se siente ahora? ¿Sigue a trescientos por hora?

En algunos momentos sí. Ya es defecto más que virtud. Vas tan rápido que no tienes tiempo para explicárselo a tus hijos. Vas a esa endiablada velocidad. "Me tengo que marchar", "me tengo que cambiar", "tengo, tengo, tengo"... Ellos no entienden esa velocidad ni tantas obligaciones.

¿Quisiera cambiar de ritmo?

No sé si podría. A veces he dicho: "Un año más y se acabó". Luego lo pienso y digo: "¿Qué harías?". La paz que encuentro en Brunete esta tarde está genial, pero dentro de un rato me llamarán y llamaré. No se puede desconectar. Toda esta calidad de vida, para mí y para los míos, sale de ahí: mi estrés, mi miedo, mis angustias, mis ansias. Procuro no exteriorizarlas mucho, pero lo consigo malamente.

¿Qué es lo que le da más miedo?

Pocas cosas. Al micrófono le tengo respeto. A veces, a eso lo llamo miedo. Ese vértigo de pensar qué le cuento al oyente que está ahí esperando. Yo aspiro a hacerle más fácil la despedida del día. No aspiro a culturizarle. Intento darle lo mejor que tenga yo del día. Procuro ser honesto con él. No le quiero transmitir penas. Nunca he querido que conocieran mis penas, la muerte de un amigo, enfermedades, la soledad, tristezas. Quiero hacer mi trabajo. El oyente ya tiene sus penas. Creo que debo ser un poco el analgésico del oyente.

Es usted un gran entrevistador, lo sabe. Le gusta preguntar.

Mucho. Y no soy un hombre que tenga respuestas fáciles. Por eso hay tantas preguntas.

Dígame una pregunta para sí mismo.

¿No serás un impostor? ¿Te mereces todo esto? Y cuando me hago esas preguntas me pongo a trabajar para merecer lo que tengo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_