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Columna
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Calores mutuos

Vicente Molina Foix

Asusta la cantidad de páginas escritas sobre los cafés, por no hablar de lo mucho escrito en los cafés. Mi primer recuerdo de Madrid, recién llegado a la capital desde provincias para estudiar en la Complutense, es el de ser llevado por un compañero de Derecho más leído que yo a ver cómo César González Ruano escribía su artículo diario en una mesita del Café Teide. Me impresionó su bigote afilado, y casi tanto lo pequeño que era el mítico Teide. Años más tarde se puso de moda su terraza en el paseo de Recoletos, y la frecuenté mucho, aunque no para escribir. Luego todo cerró. ¿Dónde habrá ido a parar aquella mesa?

Este mes de agosto, mientras cada día veo brotar un nuevo Starbucks en cada esquina de la ciudad, he leído un libro interesante, Poética del café. Un espacio de la modernidad literaria europea, de Antoni Martí Monterde, finalista hace pocos meses del XXXV Premio Anagrama de ensayo. Uno de los placeres del libro es seguir la huella de los clientes ilustres de las cafeterías de antaño, casi todas desaparecidas. Las del tiempo de Larra eran, de creer al gran periodista, "habitaciones que se hicieron para todo menos para café, ahogadas y mezquinas, frías como neveras en el invierno, pudiendo tener a poca costa una estufa siquiera". A principios del siglo XX mejoraron, y se hicieron tan abrigadoras que Ramón Gómez de la Serna escribió en su libro sobre el Pombo que "el café es una sociedad de calores mutuos".

Ramón es el poeta más ocurrente de los cafés, y uno de los protagonistas del documentado ensayo de Martí Monterde, por su espiritosa defensa de la línea blanda, vagabunda, de esos locales públicos: "En el cine se propone un tema común, en el teatro sobre la escena; en el café no hay tema. Uno está allí, cada uno en su mesa, delante de su taza o de su vaso, uno se relaja absolutamente hasta el punto de no estar obligado por nada ni por nadie".

No estoy tan seguro de poder encontrar el espíritu vacante preconizado por Ramón en nuestros cafés de hoy, los autóctonos y los -digamos- importados. La multinacional se ha apoderado de la cafetería de toda la vida, aunque en Madrid aún existen los Hontanares, el Comercial (¡conectado a la Red!), dos o tres muy recoletos en Lavapiés y, por supuesto, el Gijón, monumento artístico-social no declarado pero incluido, me cuentan, en ciertos itinerarios turísticos para franceses. Respecto a los Starbucks, no tengo nada en contra de ellos, y hasta diría que son una tabla de salvación para el europeo que pretenda tomar un café no-americano en América del Norte, patria del regular coffee, ese brebaje hecho con filtro de papel y eternamente recalentado en su marmita, y que no pasa, en efecto, de ser regularcito como infusión. Si estás en alguna ciudad del Medio Oeste o el profundo Sur (Nueva York y San Francisco son otra cosa), tu única esperanza serán los Starbucks, decorados más o menos como aquí y con el detalle decimonónico de tener periódicos del día en un anaquel. En España (o Italia, o Francia), donde cualquier pequeño bar o bistrot de barrio sirve sin franquicias un café francamente bueno, esas mega-cadenas las veo superfluas.

Junto a gran cantidad de escritores germánicos, Martí Monterde convoca en su libro a los hispánicos de diverso pelaje y, como siempre, es un placer leer a Josep Pla, afirmando en este caso no haber ido jamás a un café a tomar café, "sino a realizar un acto de sociabilidad fundamental en nuestra manera de ser". Y añade el gran escritor ampurdanés: "Siempre creí en efecto que el café, en todas partes, era un recurso para luchar contra nuestra soledad, contra la sorda atmósfera coloidal que nos rodea". Lo coloidal, lo digo para los que no sean de ciencias, es lo desleído, un cuerpo que no cristaliza y no llega a formar solución en el líquido. Por el ruido imperante ahora en las cafeterías, algunas con música de fondo ensordecedora, resulta difícil imaginar a Pla, o a cualquiera, luchando plácidamente contra la soledad interior ante una taza de loza. Y sin embargo no creo que haya mejor refugio contemporáneo para la observación y el devaneo que un café. Quizá su proliferación, sea del formato que sea, se debe a lo que también Pla escribía hace más de 60 años: "Si hay tantos cafés en España y tan buenos es que la soledad va aumentando y es cada vez más infrangible". Infrangible, para el ignoramus: lo que no se puede quebrantar, ni con franquicias.

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