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Columna
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El perro asesino de todos los agostos

Desde la instauración del calendario gregoriano no ha habido prácticamente un mes de agosto sin su terrible hecatombe. Incendios, epidemias, accidentes, crímenes, ruinas financieras, riadas, guerras innumerables, bombas atómicas, estrangulamientos, envenenamientos a granel.

El reciente caso de los tóxicos que proceden de China ocultos en los alimentos, en las composiciones de las medicinas o en los juguetes para niños, constituye otro caso de la refinada malicia con que el mes difunde la muerte y no para los más aguerridos sino especialmente para los desprevenidos o los débiles; tampoco a través de métodos brutales sino gracias a una sustancia como la glicerina que valiéndose de su sutileza (dietilenglicólica) alcanza con dulzura los tegumentos de los bebés con sus muñecos, las membranas de los enfermos a través de las pastillas y aún las encías de los huéspedes a través de la ingenuidad de la higiene.

Esta plaga china se podía acaso esperarse, tarde o temprano, pero ha llegado a establecerse justamente en la propicia región de agosto.

A la belleza de su primera advocación augusta prevalece hoy en agosto el dominio de su naturaleza aciaga. De los incendios a las inundaciones, de los siniestros del tráfico a las torturas, de los secuestros a los atentados, el mes se conforma como el solar acomodado para lo más adverso.

Mes pagano por excelencia, descreído o ateo, la extrema luminosidad y dureza de su cielo apagan el rostro de Dios. Dios no está en este escenario de la lubricia, la injusticia, la dinamita y el dinero. El sol es ahora más feroz, cada vez más temible, cancerígeno y asesino, sustituyendo a la ocasional vileza del Creador. Se posa sobre el animal y lo asfixia, se ceba sobre la fruta y la corrompe hasta la disecación. Treinta días de agosto nunca parecen efectivamente treinta días sucesivos o lineales sino un enjambre esférico de horas donde no resulta posible distinguir secuencia ni cabeza, según la manera monstruosa de su histórico acoso.

Agosto discurre en el calendario con la apariencia de los demás intervalos que consumen gota a gota su ración diaria pero en verdad, su representación efectiva es la de una obesidad simultánea y mórbida. Un espacio exasperado, una plaga confusa antes que un plazo determinado.

Ningún otro mes lo desplaza, pues, de su centro sagrado donde inexorablemente se va a parar cada año en extraño peregrinaje para recibir golpes de mar o de fuego. Un mes propicio para los enamoramientos y la fiesta pero insufrible a la vez para la soledad y el luto. La diarrea y todos los males del estómago se relacionan directamente con este depósito augusto, pero el corazón es quien más padece cuando llega enfermo.

En los tiempos de la mitología de los baños de mar, el veraneo en la costa auspiciaba la curación de la piel y los reequilibrios de la mente. Del cuerpo desaparecían las pústulas, los eccemas, las espinillas, como si el mar templado fuera lamiendo las excrecencias hasta convertir la piel en una lisura y el alma en una flor sana. De ahí se deducía la creencia en una purificadora cámara de sal y luz donde nos transformábamos en seres resucitados.

De hecho, en el invierno, lo mejor y lo peor se alternan siempre dentro de un estado hospitalario, próximo al perfume del mausoleo. Mejoramos o empeoramos en invierno pero se presiente que la enfermedad no tendrá cura completa y habrá de aceptarse la convivencia con algún residuo de patología. La muerte se halla así presente en invierno como el porvenir natural de una larga enfermedad donde la pálida luz alicata el espacio con planchas de acatamiento.

En verano, por el contrario, la muerte no se muestra abiertamente ni hay acatamiento alguno. La muerte sólo salta como un acto terrorista, mata mediante el choque, estalla en consonancia con la extrema radiación solar o nos asesina, sea partir de derretir nuestra sustancia medular, sea a través de sorbernos voluptuosamente, como un gran perro, célula a célula. El perro histórico de mayor tamaño que nuestra vida y nuestra muerte.

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