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Columna
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Señales

Resulta llamativa la reacción que ha tenido el mundo nacionalista ante lo ocurrido en Navarra, más exactamente ante la decisión adoptada por el PSN -o por el PSOE, tanto da- de no pactar con NaBai e IUN el Gobierno de la comunidad. Entiendo que fuera ésta la opción que ellos deseaban, de la misma forma que entiendo que fuera un pacto con el PSOE la opción que el PP deseara para Álava o un pacto con EA lo que el PSE deseara para Guipúzcoa.

En este último caso, también se hubiera tratado de una opción para el cambio, un cambio no menos deseado que el que se hubiera propiciado en Navarra, máxime si tenemos en cuenta que, a diferencia de lo que hubiera ocurrido en esta última comunidad, la alternativa guipuzcoana habría estado encabezada por el partido ganador de las elecciones, indicio claro de un deseo guipuzcoano de modificar el statu quo, ese dominio partidista que, no lo olvidemos, dura muchos más años en el territorio guipuzcoano que en el navarro. Y uno comprende también, aunque seguramente hubiera preferido otra actuación, que un partido político es soberano para adoptar sus decisiones, y que, bien fuera por cumplir con los designios de la santa trinidad, bien por no comprometer la concentración de fuerzas soberanistas, EA decidiera lo que decidió. Lo que uno no habría podido comprender es que, tras esa decisión, el PSE hubiera montado una remolina, insultando a los electos nacionalistas o acusándolos de traicionar a un supuesto deseo de cambio, tan dependiente, en realidad, de decisiones e interpretaciones partidistas como en el caso navarro.

Es cierto que los socialistas navarros querían lo que no tenían más remedio que querer, dado el papel crucial que el tema navarro había desempeñado a lo largo de la campaña en la pugna entre el PP y el PSOE, añadido, claro está, al disgusto que les pudiera provocar la política de UPN de todos estos años. Y también comprendo su irritación tras la decisión final, "impuesta" por los órganos de decisión del PSOE, esos mismos que, con escasa cautela, habían alentado previamente el deseo navarro, al desenmascarar en los aspavientos navarreros del PP y sus algaradas una operación electoralista dirigida a impedir que UPN perdiera las elecciones. Por unos y por otros, las elecciones al Parlamento navarro fueron planteadas como un plebiscito para Miguel Sanz, y es evidente que éste lo perdió. De ahí que sí se le pueda reprochar al PSOE el no haber sido consecuente con la orientación de su campaña navarra, con su promesa implícita, promesa que, dadas las previsibles circunstancias que podrían derivarse de la cantada ruptura de la tregua por ETA, pecaron cuando menos de falta de cautela.

Lo que sí que no se le puede reprochar es su intervención en las decisiones del PSN -como si Madrid fuera algo así como un poder colonial-, reproche que en ningún caso se suele hacer cuando es Vitoria -como en el caso de EA de Guipúzcoa- la que toma decisiones que contradicen las que se puedan adoptar en otros ámbitos territoriales. Si Euskadi es un ámbito de decisión, España, que sepamos, todavía no ha dejado de serlo, y el PSOE opera en ese ámbito.

Ahora bien, una cosa es la comprensible irritación o frustración de los socialistas navarros y otra la parafernalia que los nacionalistas están desplegando sobre el asunto, como si el PSN o el PSOE tuvieran que rendirles cuentas de decisiones que sólo les incumben a ellos, lo que da muestra del papel vicario que los nacionalistas en bloque tienden a asignar a las demás fuerzas políticas. Nadie tiene la obligación de salvarle al nacionalismo de sí mismo. A este respecto, no puedo estar de acuerdo con las opiniones vertidas en un artículo reciente en este periódico por Josu Jon Imaz, al que habitualmente suelo defender. Estoy de acuerdo en que no hay que gobernar con las encuestas, pero también pienso que uno no puede descargarse de responsabilidades para cargárselas a los demás. Carezco de criterio fundado para defender si Navarra hizo o no la Transición, pero, si no la hizo, sospecho que fue por los mismos motivos por los que, al parecer, tampoco la hizo Euskadi, ya que vivimos en un estado de transición permanente. Que las responsables de este estado de cosas sean algunas familias nacionalistas, si no todas, las descalifica para exigir a los demás esfuerzos adicionales en pro de una normalidad que ellos alteran a conveniencia. La política democrática ha de ser inclusiva, sí, pero ese es su premio y no ninguna prima especial por asumir una normalidad que en ningún caso se puede utilizar como instrumento de chantaje. O no debiera admitirse que así fuera.

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