El resto es silencio
Él, el Altísimo, que habló tantas veces del silencio de Dios, nos deja ahora en pelota picada: deberíamos, en justicia inversa, mordernos la lengua ante su muerte. O limitarnos a decir, a la nórdica, "Ha muerto Dios Padre, señores". O, más a la española, "Ha muerto Bergman, viva el rey" y salir a tomar unos schnaaps a su memoria. Y luego, romper el vaso. Eso mismo me decía, hará unos meses, su yerno, el gran Henning Mankell: "Cuando se muera habrá que romper la copa, como hacían con los emperadores romanos". No hay ni ha habido ni habrá otro como él. Sólo dirigió el Dramaten tres años, del 63 al 66, pero siguió siendo el gran patrón, el norte, la brújula. Todos los que comenzamos a hacer teatro en los años sesenta nos definíamos a partir de su modelo y su enseñanza. Todavía más: era imposible poner en escena una obra y no pensar: "¿Le gustaría esto a Bergman?".
Esa gran voz, ese eco, no se apagará nunca. Ayer, sin ir más lejos, en la calurosísima madrugada de Barcelona, desvelados, estábamos viendo en casa con mi mujer y Benet i Jornet el espléndido King Lear de Richard Eyre y a los pocos minutos nos miramos y dijimos "¡Bergman!", y sí, estaba ahí, la mar de vivo, en el decorado rojo sangre, en la intensísima y minuciosísima dirección de actores, y en el recuerdo de nuestra emoción ante la primera visita del Dramaten en el Congreso Internacional de Teatro. En 1989 volvimos a verle(s) en el añoradísimo Festival de Tardor: Largo viaje del día hacia la noche, de O'Neill. Kulle era James Tyrone, Bibi Andersson era la vulnerabilísima Mary; sus hijos eran Tommy Berggren y el casi debutante Peter Stormare, que a todos nos pareció una contrafigura del propio Bergman, tal como se nos había presentado en Linterna mágica, el primer tomo de sus imprescindibles memorias, que Tusquets acababa de publicar. Al año siguiente, nuevo regalo: el Dramaten presentó en el Romea la mejor Casa de muñecas que he visto en mi vida, un absoluto punto y aparte.
Hablando de Linterna mágica, Bergman cuenta allí su descubrimiento del teatro como juego de ilusiones. Tiene 12 años y le llevan a ver El sueño, de Strindberg. "Era la escena de la noche de bodas entre el abogado y la hija de Indra. El abogado tenía una horquilla entre el pulgar y el índice. La retorcía, la enderezaba, la partía en trozos. No había horquilla alguna, pero ¡yo la veía! El oficial, entre cajas, esperaba su entrada. Estaba inclinado hacia delante, carraspeando silenciosamente, contemplándose los zapatos, las manos a la espalda. Una persona normal. De pronto abre la puerta, entra a la luz del escenario, y se transforma. Se convierte en el oficial, es el oficial". Esa pasión por la magia del teatro y por sus oficiantes recorre toda su vida y toda su obra como un inextinguible, palpitante río de lava. Ama el teatro, pese a la angustia y la fiebre que le acomete a cada montaje; ama a los actores, egomaníacos, insoportables, maravillosos. Ese río nace en 1938, con el estreno de Rumbo a puerto extranjero, de Suton Vane, y perdura, con retiros y retornos, nada menos que hasta el 2001, con la puesta de Maria Estuardo de Schiller. Hay un río paralelo, una corriente subterránea que también atraviesa todo su cine. Podríamos decir que la crónica de los comediantes, sus ceremonias, sus terrores y su inmenso poder arranca tumultuosamente en 1953 con Noche de circo, se remansa dos años después en el lago transparente y profundo de su primera obra maestra, Sonrisas de una noche de verano, emerge de nuevo en El rostro (1958) y alcanza su pozo más mítico y turbador en El rito (1969). En las décadas siguientes, el teatro gobernará los hilos de Gritos y susurros (1972), la mejor conversation piece de la historia; de (por supuesto) su canónica y magistral lectura de La flauta mágica (1974) y en esa culminación, ese doble canto de amor al cine y al teatro, sublime crónica de una "familia de cómicos" que es la presuntamente testamentaria Fanny y Alexander (1983). Pero tampoco acaba ahí la pasión, ni las enseñanzas. Seguirán tres obras maestras, reconcentradas, despojadísimas y paradójicas: rodadas para televisión, son puro cine y puro teatro. La primera llega en 1983: Después del ensayo, casi un oratorio para Director Crepuscular (Josephson), Joven aspirante (Lena Olin) y Actriz fantasma (Ingrid Thulin), que en nuestro país estrenó el fallecido Jordi Mesalles, en el Lliure. La segunda, 14 años más tarde: En presencia de un clown (1997). La tercera, en 2003: la incomensurable Saraband, un cuarteto de cuerdas en carne viva, que contiene una de las escenas más dolorosas y llenas de coraje, vital y actoral, de sus protagonistas, cuando Erland Josephson y Liv Ullman, retomando sus roles de Secretos de un matrimonio, quedan anímica y literalmente desnudos ante la cámara, ante nuestros ojos, en la penúltima secuencia. Dolor y coraje, eso decía el escudo de armas de Bergman.
Babelia
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