Cambalache
Treinta años después de aquellas elecciones generales que iban a derribar la situación en la que la dictadura nos había alicatado, algunas cosas han ido más lejos de lo que los más finos ojeadores del momento pudieron pronosticar. Con todos los datos de entonces al alcance, nadie fue capaz de prever que un tipo de mirada oscura que ostentaba la secretaría general de la Cámara Oficial de Comercio de Castellón llamado Carlos Fabra, no precisamente comprometido en la lucha contra la dictadura, hubiese terminado enraizado en la poltrona que ocuparon sus antepasados y siendo, además, un entusiasta de la democracia. Tanto, que en su paradigma las elecciones han sustituido a la Justicia y, por consiguiente, se considera absuelto por las urnas de todas las fechorías feudales por las que la jauría de sabuesos de la Fiscalía le va al acecho. Lo mismo podría decirse del arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, que entonces ya era un pío nacionalcatolicista con una memoria histórica muy sectaria, y que ahora en sus incandescentes encíclicas utiliza un lenguaje revolucionario en defensa de "una sociedad que aspira a ser una democracia avanzada" frente a un Estado que "como un señor feudal pretende intervenir en la vida de sus súbditos a su antojo". Y que, como si un cura del Pozo del Tío Raimundo se tratara, advierte de que "de las urnas salen modos de gobierno democráticos, pero ellas no otorgan derechos absolutos e inobjetables sobre la conciencia de los ciudadanos". Sin duda, la realidad ha superado las expectativas que entonces trazaron los profetas más imaginativos, incluidos los que buscaron la verdad en el oráculo del LSD, y en la cresta de este cambalache incluso Rita Barberá cita a Ausiàs March con la piel de gallina. Pero entre todos los estupores que escondía el horizonte en su dobladillo, ningún acontecimiento fue tan imprevisible como que un tipo que entonces, ajeno a las inquietudes del momento histórico, despachaba embudos de plástico y sacudía la batería (no precisamente como John Desmore en la retaguardia de Doors) llegara a ser presidente de la Diputación de Valencia, sustituyendo a un ex falangista disfrazado de patriota chico. La despiadada metáfora de ese tránsito la constituye Alfonso Rus en la primera línea de la política valenciana mientras Raimon está vetado en los circuitos públicos. Y sin embargo, incluso tuvo que morir gente para ello.
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