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Contra la indiferencia

Hace más de 50 años, en otro mundo -pero era éste: preñado de éste-, Albert Camus escribía algo que, como todo lo suyo, nos concierne. Es extraña, de paso, o más bien deteniéndome para desarrollar una de mis interrupciones, la forma en que algunos pensadores perduran. Yo he vuelto a Camus no por la reciente recuperación de su obra y figura -aunque estas ceremonias han facilitado considerablemente encontrar a nuestro medio paisano en las estanterías-, sino por mi desesperación. Era uno de esos autores a quienes creía haber leído para siempre, esos que influyen en la propia formación, y uno tiende a darse por formado con demasiada facilidad. Como si cuando se es mayor no hubiera necesidad de seguir alimentándose para ser capaz de luchar, o al menos intentarlo, contra las deformaciones que atacan desde fuera y también desde dentro.

Harta de no comprender lo que ocurre y pese a lo que intentan aclararme mis columnistas y escritores de cabecera, harta de recibir explicaciones políticas y estratégicas y de que me cuenten las causas y lo que se hace mal, pero sin apenas reflexión ética alguna, he regresado a quien, sin conocer el futuro, sin dar lecciones de geopolítica -aunque podía-, anticipó este caos de nuestro tiempo. Definió el asesinato asumido en nombre de la lógica, habló de esta época en que "el crimen exhibe las galas de la inocencia", se sumergió en el absurdo para comprender qué nos pasaba. Profundo y cercano, Camus amaba y pensaba. Dos verbos que hoy conjugamos mal. Amaba al ser humano, al individuo que se rebelaba para no ser esclavo; y detestaba la esclavitud en que esas rebeliones colectivas concluían. No hay una línea en él que no destaque en este panorama de brillanteces impostadas. Y qué quieren que les diga, yo necesito volver a leer algo así: "Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo". O que "no ser amados es una simple desventura; la verdadera desgracia es no amar".

"Destruirse no significaba nada para los locos que se preparaban en los refugios subterráneos una muerte apoteósica", escribió. Suicidarse arrasando con todo: él se refería a Hitler y su apocalipsis, pero apliquen esa frase al hoy y tendrán Atocha y cuanto empezó antes y continúa ad náuseam.

En el nihilismo asumido en nombre de las ideologías vio lo poco que importaba el individuo cuando se trataba de destruir para imponer la idea. Ahora estamos en las mismas. Los fanatismos religiosos, las dictaduras de mercado y los tráficos descarados de desinformación constituyen las nuevas ideas en cuyo nombre se mata. Claro que ha habido cambios, pero sólo en los métodos. En general nos hallamos ante la misma ponzoña. Unos se matan creyendo que alcanzarán el paraíso, y otros hacen la guerra y siembran la devastación creyendo que implantan la democracia. Hay quien se suicida por bomba; pero entre nosotros la indiferencia mata, aunque sea por dentro. Detrás de unos y otros están los mismos de siempre. Los que creen que su idea es mejor que la de los otros. Y quieren convertirla en más rentable.

Albert Camus escribió mucho -por fortuna y pese a su trágica muerte accidental a los 47 años, en 1960-, y nunca dejó de interrogarse ni de repensar. Sigue siendo una gran, magnífica compañía en las ocasiones en que se pierde pie, en que el suelo de la historia se vuelve resbaladizo y repleto de culebras. "La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas". Me arrodillo delante de semejante verdad, expuesta con tan luminosa sencillez.

Pues una de las cosas que me hacen amar a Camus -tengo esa suerte- es que siempre escribió para que le entendiera ese ser humano que le importaba tanto. Cualquiera de sus libros constituye una sacudida para el espíritu y un abrazo para los sentimientos. Por eso no les recomiendo ninguno. Ni siquiera me atrevo a pensar que deba recomendar a un escritor cuyo pensamiento debería incluirse en esa educación ciudadana en las escuelas que tanto ahiena a los obispos españoles.

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