Sarko, el argelino
En el avión que le lleva a Argel, el martes 10 de este mes, Nicolas Sarkozy evoca la celebración del 14 de julio. Normal. Sólo que no se trata de la que está a punto de presidir, cuatro días después, y que va a incluir un homenaje a la Unión Europea fervoroso y sin precedentes. El presidente francés está pensando en el 14 de julio... ¡de 2008! Casi nada. Y ante esta idea el rostro se le ilumina con una excitación infantil. Imagínense, esa celebración podría ser y, de hecho, será "formidable", pues reunirá a los países de ambas orillas del Mediterráneo: Europa y África. Ni más ni menos. "Por encima de todo, creo en la fuerza de los símbolos. Después de la Unión Europea vendrá la Unión Mediterránea".
Esa es la gran idea que pretende "vender" a los argelinos al escoger su capital como destino para su primer viaje oficial fuera de Europa. El primer socio de Francia debería ser el presidente Abdelaziz Bouteflika, con el que Sarkozy tomó la iniciativa, hace mucho tiempo y a espaldas de todos, de establecer lazos de simpatía. Tenía sus planes. El presidente argelino fue el primero en felicitar al francés, a las 20.10 horas de la noche de su elección.
¿La Unión Mediterránea en un año? ¿No es soñar con un imposible cuando el Líbano está en llamas, Israel es inestable y hay dos Palestinas, dos Sáharas y dos Chipres? ¿Soñar con un imposible? El presidente dice que él no hace otra cosa. Sus dos enemigos han sido siempre la duda y la resignación. Lo imposible es lo único que vale la pena intentar. Pero, en este caso, ¿cree realmente en lo que dice? Respuesta: para actuar hay que creer o hacer como que se cree. ¿Dar tiempo al tiempo? Eso es para los que quieren durar, no para los que quieren reformar. Una evidente complacencia le empuja a extraer una ley global de cada uno de sus comportamientos, a teorizar, y de manera sentenciosa, todos sus impulsos. ¿Que no ha tenido tiempo para reflexionar? Pero si durante cinco años, observa, no ha hecho otra cosa. ¿Que se extralimita? Los demás no hicieron lo bastante.
Si intuye que la fórmula no da en el blanco, recurre a esa sonrisa que se supone capaz de granjear la indulgencia para con las inevitables servidumbres de su oficio. Pero también tiene una astuta manera de replicar. Cuando el presidente tunecino, Zine El Abidine Ben Ali, se queja amargamente del trato que le reserva la prensa francesa, Nicolas Sarkozy le responde que eso no es nada, pero nada de nada, comparado con lo que él mismo ha tenido que soportar. Al tunecino no le queda más remedio que pasar de las quejas a la conmiseración.
El jueves siguiente, 12 de julio, tiene que pronunciar en Épinal, como antaño De Gaulle -de nuevo la fuerza de los símbolos-, su gran discurso sobre las instituciones. "Voy a sorprender a la oposición y a la mayoría con los poderes que quiero conceder al Parlamento. El presidente tiene que gobernar, pero, por una parte, debe rendir cuentas continuamente y, por otra, someterse a un control constante".
Este tipo de aseveraciones me lleva a evocar el recuerdo de Mendès France. Pero con Mendès France uno no tenía que preguntarse constantemente si su estrategia de persuasión lo exponía al riesgo de parecer un malabarista y un mercachifle, si su simplicidad estaba hecha de demagogia y si era popular sólo porque era populista. En realidad, Sarkozy tiene más de Bonaparte; se ha convertido en el jefe de una derecha realmente bonapartista.
¿Qué hago yo en este avión? He votado a Ségolène y no me arrepiento. Me horroriza el júbilo masoquista de las jerarquías del Partido Socialista ante el fracaso de su candidata. Después de todo, el socialismo no ha quedado deshonrado frente a la derecha. Con Mauroy, con Jospin, con Rocard, ocurrió todo lo contrario. En cuanto al mismo Nicolas Sarkozy, yo critiqué severamente un viaje que hizo a Estados Unidos para cuestionar la política de su propio país cuando era el número dos del Gobierno, y a riesgo de desacreditar el cargo al que aspiraba. Y si nunca me he permitido decir que el ex ministro del Interior de Jacques Chirac fuese ni remotamente racista, xenófobo o filofascista, en cambio, la orientación de su política exterior siempre me ha inspirado serias dudas.
Pero en este avión no oigo nada que no hubiera podido decir Hubert Védrine. Ni una nota discordante entre Nicolas Sarkozy, Bernard Kouchner, Jean-DavidLevitte, Henri Guaino y Rama Yade. ¿Qué dicen de Oriente Próximo, por ejemplo? ¿Y de la seguridad de Israel? Una prioridad. Pero ahora depende sobre todo de la ayuda más o menos masiva que los israelíes proporcionen a la Autoridad Palestina. Además, de todas formas, la paz sólo se hace con los enemigos. Y desde el momento en que Estados Unidos se ha arrogado el derecho a hablar con los iraníes, poco puede decir del hecho de que otros se planteen hablar con Hamás, Hezbolá o incluso los sirios. "¿Habría usted enviado tropas a Irak junto a los norteamericanos, si hubiera estado en Exteriores?", le pregunto a Sarkozy. Él se esperaba la pregunta y responde sin dilación: "¡De ninguna manera! Ni se me hubiera ocurrido, conociendo el final de todas las ocupaciones. En cambio, hubiera estado mil veces más cerca de Estados Unidos que antes".
Habrá pues cierta continuidad en la política exterior. Y, como tengo a mis espaldas una larga vida de familiaridad con el Magreb y el Mediterráneo, me han invitado a presenciar cómo reciben allí los ambiciosos proyectos del nuevo presidente.
Si con Sarkozy comienza una nueva era, es sobre todo gracias a la ruptura que está marcando con el estilo, los métodos, el lenguaje y los gestos de sus predecesores. Todos aquellos que se hacen una idea reverencial de la presidencia de la República Francesa deberían revisar sus puntos de vista. Si usted piensa que el presidente no debe renunciar a cierta soberbia, que su autoridad debe estar rodeada de secreto, que sus declaraciones deben revelar una conciencia un poco suficiente del rango que su país ocupa en el concierto de las naciones, en resumen, si tiene usted en mente a De Gaulle, a Giscard d'Estaing o a Mitterrand, debería ir preparándose (es lo que he hecho yo) para quedarse de piedra más de una vez y acabar saliendo de su error.
Tengo que decir que los interlocutores argelinos y tunecinos de Nicolas Sarkozy no han sido los menos sorprendidos, ni a los que menos ha divertido, e incluso seducido, el espectáculo de un presidente de la República Francesa que expresa, con las palabras de todo el mundo y una cordialidad igual de natural, la defensa no de la grandeur, sino de los intereses de su país. En su diálogo con el presidente Bouteflika, Sarkozy se ha presentado como un joven jefe de Estado que no participó en ninguna de las tragedias que separaron a Francia y a Argelia, que de todos aquellos sufrimientos sólo tiene un conocimiento indirecto y nada más piensa, aunque de manera obsesiva, en el futuro. Este nuevo presidente francés se ha propuesto dejar atrás la "cursilería" del arrepentimiento y los buenos sentimientos con la firma de un "pacto de amistad". No se anda por las ramas. "Estoy por el reconocimiento de los hechos, no por el arrepentimiento, que es una noción religiosa y no tiene cabida en las relaciones de Estado a Estado".
¿Cuáles son los hechos? Argelia es el primer interlocutor económico de Francia en el continente africano. Los franceses son los primeros inversores, hidrocarburos al margen, y los segundos, hidrocarburos incluidos, detrás de Estados Unidos. Ahora bien, el pasado 10 de junio, Estados Unidos y Argelia firmaron un protocolo para un acuerdo en el terreno de la energía nuclear para uso civil. La firma de ese protocolo llevó a Sarkozy a trazar inmediatamente una estrategia ofensiva que preconiza, además del acercamiento entre GDF -Gas de Francia- y Suez con la compañía argelina de hidrocarburos Sonatrach, la aportación francesa de los equipamientos indispensables para la edificación de una infraestructura nuclear para uso civil en Argelia.
Éstas son las variables que rigen el futuro de las relaciones francoargelinas, francomagrebíes y euromediterráneas. Nicolas Sarkozy declara con tranquilidad que pretende establecer con los magrebíes una asociación tan privilegiada y excepcional, beneficiosa para las dos partes por igual, que disuadirá a las otras grandes potencias de sus ambiciones competitivas.
Dicho esto, los argelinos tienen serias dificultades de gobernabilidad. La audaz política de "reconciliación nacional" aún no ha agotado definitivamente las fuentes del terrorismo islámico. Los generales están lejos de haber perdido toda su influencia. La autoridad del presidente Bouteflika extrae una parte de su fuerza del hecho de que no existe ningún otro recurso político en el país. Sin embargo, la vitalidad de los jóvenes argelinos y su capacidad de adaptación al mundo moderno no dejan de impresionar a los extranjeros. En un futuro próximo, ellos serán seguramente los verdaderos interlocutores de Sarkozy. A buen seguro que, como me han confiado varios responsables argelinos, si el presidente francés mantiene su promesa de implicarse personalmente en una cooperación magrebí y mediterránea cuyo eje sería de algún modo París-Argel, y esto -¡he aquí un verdadero reto!- sin menoscabar el orgullo nacional ni los intereses de Marruecos y Túnez, el viaje de Estado que Sarkozy tiene previsto para diciembre podría desembocar en un acuerdo histórico.
Jean Daniel es director de Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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