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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cura de imaginación

Cervantes, prescindiendo del principio de verosimilitud, logró que don Quijote se recuperase al instante de algunas palizas bestiales, como si fuera un personaje de dibujos animados. La ensayista, poeta y narradora Carmen Boullosa (Ciudad de México, 1954) ha hecho algo parecido en El Velázquez de París. Y como en novelas anteriores, como La otra mano de Lepanto, lo ha hecho manteniéndose fiel a un estilo que podría definirse como un combinado de W. G. Sebald y Gabriel García Márquez.

El Velázquez de París no es una novela histórica, aunque la historia pase por ella, ni una autobiografía en sentido pleno, aunque documente un momento en la vida de la narradora. Se trata, como Soldados de Salamina, de un relato historiográfico que aúna presente y pasado. Mientras la trama histórica recrea un episodio ficticio de la historia del arte, la autobiográfica refleja el momento de depresión por el que pasa una escritora en París.

EL VELÁZQUEZ DE PARÍS

Carmen Boullosa

Siruela. Madrid, 2007

145 páginas. 15 euros

Muy brevemente: en un restaurante parisiense la escritora observa cómo un viejo verde se jacta ante dos jovencitas de poseer el mejor velázquez del mundo, un lienzo titulado La expulsión de los moriscos que se salvó del incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Esta anécdota bastará para que la escritora se lance a fantasear cómo pudo haber sucedido tal cosa, y para que invente una trepidante historia en la que aparecen el Alcázar en llamas, una gitana, un borrachín y un niño, que fue quien salvó el cuadro.

Después de esta fantasía, y pese a que un amigo le hace ver que ha dado crédito a las locuras de un viejo verde, la escritora se empeña en dar fin a la historia y se figura cómo la gitana se llevó el lienzo a la ciudad tunecina de Hammamet y allí se lo vendió a un descendiente de los últimos moriscos. El problema de este final está en que el comprador musulmán del cuadro resulta ser el oficial de un muy improbable taller de pintura figurativa (el islam prohíbe estas representaciones).

Inverosimilitudes aparte, la

narradora suple este y otros deslices -morisco y mozárabe no son sinónimos- con un lenguaje resuelto y abundancia de emociones que hablan del pasado y del presente, y de cómo la imaginación puede servir para curarnos en los momentos más bajos. Si Cervantes pudo hacer que el rucio robado a Sancho Panza apareciera de nuevo sin dar explicaciones a nadie, entonces Carmen Boullosa también está en su derecho.

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