La maldición del alquimista deshonrado
El anfitrionaje es algo que nos sale pintiparado a los barceloneses. Convencidos como estamos de vivir en la ciudad más chachi de la galaxia, solemos regodearnos ante el visitante con un sinfín de explicaciones -documentadas o improvisadas para la ocasión-, con las que hasta una triste capilla o una simple casa de vecinos es rebautizada como basílica o palacio, antaño floreciente y hoy hecha unos zorros por la inquina centralista. Esto es debido, en parte, a un más que justificado orgullo histórico. Y también, por qué no decirlo, al carácter ostentoso y satisfecho de sí mismo de los naturales del lugar. Así, aun sin saber nada de su pasado, esta ciudad es capaz de proyectar sobre sus muros cualquier cosa que queramos ver en ellos. La lista de invenciones y disparates que he oído contar por la calle al turista incauto podrían llenar un grueso volumen. Desde que debajo del monumento a Colón está enterrado el mismísimo almirante (al parecer nacido aquí y no en Génova), hasta que en el puente cubierto que cruza la calle del Bisbe se habían quemado brujas y que en la fachada de Sant Felip Neri se fusilaba a la gente en la posguerra.
Dislates aparte, en estos días se trabaja con celeridad para ofrecer una nueva maravilla al viajero, de la que muy pronto podremos ufanarnos todos. Después de décadas de incuria y ostracismo, se ha decidido renovar el aspecto del viejo Call. Y así ofrecérselo remozado a un público ávido de recuerdos sobre aquella minoría étnica, eliminada de un plumazo tras el progrom de 1391, en el que los buenos cristianos decidieron quemar la judería y degollar a sus habitantes.
Hace unos años, la supuesta sinagoga Mayor (pues los historiadores no parecen ponerse de acuerdo en su ubicación exacta), ya fue restaurada y convertida en modesto museo, en la calle de Sant Domènech del Call. Y ahora le toca el turno a la futura sede del Centro de Interpretación de la Judería de Barcelona, patrocinada por la fundación del mismo nombre y el centro local de Estudios Judíos, en la llamada casa del Rabí o del Alquimista, en el número 8 de la calle del Arc de Sant Ramon del Call. La elección no podía ser más afortunada, al tratarse de la única casa que queda en pie del antiguo gueto. Pero, como todo en esta ciudad, las cosas no siempre son lo que parecen. El inmueble también es un viejo conocido de los amantes de las leyendas locales, una finca a la que el romanticismo ya prestó su atención por la curiosa historia que encierra.
Dice la voz popular que allá por el siglo XIV, cuando el barrio florecía de tenderos y sabios de la cercana universidad rabínica, vivía en este lugar un honrado alquimista con su familia. Un buen día, un cristiano le encargó un filtro amoroso, sin que él supiera que la destinataria de la pócima era su propia hija. Descubierto el affaire -tras el anuncio de embarazo y huida de los amantes- el atormentado alquimista decidió cerrar su negocio y trasladarse a vivir lejos de allí. Pero antes maldijo la casa que había sido escenario de su deshonra, castigándola a restar inhabitada hasta el día del Juicio Final. Y aquí es, escuetamente, donde termina la leyenda y comienza la realidad.
La realidad, según los archivos municipales (tan asépticos y poco dados a fantasías), es que en la antigua calle de Davant del Castell Nou, donde estaba el baño de las mujeres -actualmente conocida como Arc de Sant Ramon del Call- tenía su tienda, en el otoño de la Edad Media, un hebreo llamado Jussef Bonhiac, a quien la chusma capitaneada por el futuro santo católico Vicent Ferrer quemó la casa. Destruida a la altura del primer piso, desde ese día nunca volvió a vivir nadie en ella. Durante los siglos XV y XVI estuvo deshabitada y se mantuvo al margen de los derribos y nuevas construcciones que reformaron el barrio, en uno de los primeros pelotazos inmobiliarios de la ciudad. Más tarde, ya en el siglo XVIII, su parte superior fue habilitada como coqueto jardín elevado, dentro de los muros de un palacio noble; para convertirse en almacén y finalmente, en la segunda mitad del siglo XX, en garaje particular. Es decir, en los últimos 600 años la casa ha seguido en pie, medio en ruinas y sin que nadie viviese en ella. Es algo que como sede de una institución -por mucho que se rehabilite y se dote de segundo piso- no va a afectar sustancialmente los términos de la maldición que parece seguir pesando sobre ella.
Visto lo cual, estén atentos. Cuando en un futuro próximo alguien les cuente la historia del alquimista y la casa maldita denle otra oportunidad a la leyenda. Quizá sea una casualidad o una patraña como las fábulas de la santa Eulalia (a quien parece que martirizaron un poco por toda la ciudad), pero lo cierto es que la maldición sigue en pie como la casa. Y ahí va a seguir, para inflamar la imaginación de la gente y permitir que los barceloneses sigamos, impertérritos, con la manía de enseñar nuestros supuestos tesoros al primer visitante que se atreva a preguntarnos. Lo que sea, con tal de presumir de ciudad.
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