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Los costes de la modernización universitaria

Joan Subirats

Hace unos días (28 de junio), el periodista de La Vanguardia, Llàtzer Moix, glosaba un acto de fin de curso que transcurrió en el emblemático patio de Letras del histórico edificio de la Universidad de Barcelona. Las opiniones que recogía el cronista, mostraban un grado de desencanto y de preocupación notable entre catedráticos y significativos profesores del ámbito de humanidades en relación con el proceso de cambio que atraviesa la Universidad catalana en el marco del llamado "proceso de Bolonia". Como es sabido, este proceso trata de adaptar nuestras instituciones universitarias al espacio europeo de educación superior. Hemos de reconocer que esa percepción no es específica de humanidades, ni tampoco es sólo atribuible a académicos que se encuentran al final de su carrera profesional.

Hay amplios sectores de profesorado que recelan de un proceso de modernización que parece poner el acento casi exclusivamente en la función productiva del conocimiento. Y no se acaba de entender que buena parte del énfasis reformador se ponga en conectar mejor formación universitaria con mercado laboral. Todo ello se mezcla con la sensación de que la creciente interconexión entre universidades europeas, obliga a buscar formas de evaluación y acreditación de los estudios, de las investigaciones y de las publicaciones, de tal manera que acaba perjudicando notablemente a las especialidades y ramas del conocimiento que por definición son más "locales", menos estandarizables en forma de patentes o resultados productivos o simplemente no han establecido revistas de referencia que sirvan para acreditar impactos de manera casi universal. Podríamos decir que las ramas científicas más cercanas a las llamadas "ciencias duras" (física, química, biología, ingeniería, medicina,..., y todas sus recientes combinaciones, así como sectores significativos de las ciencias económicas), hace tiempo que establecieron parámetros internacionales de medición de la calidad de sus revistas, generaron formas de realización de la tesis doctoral con la agregación de tres artículos más o menos relacionados y publicados en revistas de las llamadas de impacto, y se acostumbraron a trabajar en inglés como la lengua de comunicación científica. La propia formalización de sus investigaciones, su carácter fuertemente experimental (que les obliga a menudo a trabajar en equipo y en laboratorios), y la facilidad que ello genera en la trasmisión de sus investigaciones han contribuido sin duda a eso. Ese proceso (largo, complejo y no exento de contradicciones), les ha situado ahora en mucha mejor posición para atender las exigencias de homologación, acreditación y evaluación del conjunto de actividades universitarias (docencia, investigación, conexión con potenciales usuarios de esas tareas) que los que se dedican a ramas del saber que podríamos encuadrar en las llamadas "ciencias blandas", en las cuales la cultura de la investigación en su sentido contemporáneo ha tardado más en establecerse.

Con los peligros que tiene toda generalización, diríamos que los especialistas en historia, geografía, pedagogía, derecho, sociología o ciencia política (para poner sólo algunos ejemplos), no trabajan menos que sus colegas "tecnológicos", ni tampoco investigan de manera mucho peor. Pero, muchas veces, trabajan más solos, trabajan en temas que aparentemente son más difícilmente trasladables a otros contextos, no han conectado su práctica profesional con la labor de formalización investigadora, y tampoco les es tan fácil la conexión inmediata de lo que hacen con el mundo productivo. Sus revistas de referencia son menos universales, y sus lenguas de comunicación (en algunos casos de manera obligada por el propio tema objeto de análisis) resultan también menos exportables. Lo cierto es que todo ello está cambiando muchísimo. Hay cada vez más investigadores y grupos en esos ámbitos que "viven" ya en el espacio europeo de investigación. Y es evidente que cada vez más, los nuevos profesores e investigadores en ciencias sociales y en humanidades están formados en contextos internacionales, se han acostumbrado a establecer redes europeas o transeuropeas, y logran combinar cada día mejor su investigación local con los requerimientos de una ciencia cada vez más universal. Pero, ello no impide que los costes de la adaptación a uña de caballo que se esta produciendo en las universidades catalanas, no genere preocupaciones e inquietudes en relación a como se reparten costes y beneficios, con relación a quiénes pierden más y quiénes ganan más en cada vuelta de tuerca.

No deberíamos alimentar las profecías apocalípticas de algunos agoreros. He pensado siempre que el proceso Bolonia es más una oportunidad que un problema para nuestras universidades. Y que sin duda, si somos conscientes de lo que tenemos entre manos, todos podemos acabar ganando, y cuando digo todos me refiero a la sociedad catalana y a sus universitarios. Pero, ello no es óbice para saber que las sensibilidades están ahora a flor de piel. Las constantes contradicciones de las autoridades universitarias (tanto las ministeriales como las de la propia Generalitat), la sensación de improvisación que se ha trasladado, y el constante castigo que sufren ciencias sociales y humanidades en la atribución de becas y recursos para investigación, concesión de proyectos o distribución de plazas, son elementos que han ido alimentando y hecho engrosar el frente de los que se sienten damnificados por "Bolonia". Aún estamos a tiempo. Se trata de mejorar los canales de comunicación. Permitir transiciones que, sin diluir los objetivos, faciliten la adaptación del mayor número de los excelentes profesionales que pueblan nuestros departamentos y centros de investigación. Y dar señales que no enfrenten rejuvenecimiento universitario con expulsión por obsoletos de personas que atesoran experiencia y probada capacidad de trabajo. Los tiempos cambian a ritmo frenético las formas de generar conocimiento y de facilitar aprendizajes. Y las universidades catalanas no pueden quedar al margen de ello. El proceso Bolonia no es en sí mismo algo totalmente positivo o totalmente negativo. Es simplemente una magnífica oportunidad para colocar a la secular institución universitaria en las nuevas encrucijadas en las que estamos metidos. Pero, eso será más difícil si crece la sensación de que no todos estamos llamados a realizar esa tarea de manera activa y constructiva.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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