Nadal emociona a Federer
El tenista suizo se adjudicó una extraordinaria final e igualó el récord de Borg al lograr su quinto Wimbledon consecutivo - Al revés que en 2006, el español, con problemas en la rodilla derecha, forzó un quinto set e hizo sentir vértigo a su rival - El 'número uno', siempre tan frío, rompió a llorar tras el partido
Dominan el circuito de forma indiscutible, se retan como finalistas en todas las superficies y han sido guionistas de algunos partidos para la leyenda del tenis. El de ayer en Wimbledon, el torneo más heráldico del mundo, fue uno de ellos. Roger Federer, un caballero con raqueta que flota sobre la pista, y Rafael Nadal, un huracán, mantuvieron un pulso extraordinario con un repertorio de golpes sólo al alcance de los elegidos.
Con su victoria (7-6, 4-6, 7-6, 2-6 y 6-2), el suizo igualó el registro de Bjorn Borg al encadenar su quinto título consecutivo, lo que amplifica la dimensión de Federer, un jugador sin límites, infinito. Borg, de forma inopinada, sorprendió al mundo al colgar la raqueta con tan sólo 26 años, los mismos que cumplirá Federer el próximo 8 de agosto.
La gesta del helvético engrandece la figura del español, que se quedó a un centímetro de la gran proeza. Al contrario que en la edición de 2006, Nadal fue capaz de exprimir a su majestuoso adversario, obligado de principio a fin a dar lo mejor de sí mismo. El júbilo final de Federer, con lágrimas y desparramado sobre la hierba, resultó elocuente -curiosamente, sólo el propio Nadal y Juan Carlos Ferrero le han birlado algún set a lo largo del campeonato-. Esta vez, el suizo había sentido vértigo, agobiado por la gran progresión de Nadal sobre la hierba, donde, por ahora, sólo la gigantesca silueta de Federer le ha impedido entronizarse. El tenista balear ha mejorado su saque, la volea ya no le produce urticaria y no se aparca en el fondo del escenario. Lo demás lo tiene todo: técnica, agresividad, fuerza de voluntad y una seguridad en sí mismo irreductible. Pese a reinar en la tierra batida, lo que podría aligerarle otras cargas, ambicioso como es, Nadal no ha dado la espalda a Wimbledon, la catedral del tenis. De haberlo hecho, nadie se lo habría reprochado. Al fin y al cabo, otros ilustres campeones renunciaron en su día a la superficie más engorrosa para ellos, por ejemplo Pete Sampras con la tierra parisiense de Roland Garros o Mats Wilander con la roída alfombra londinense.
Pero Nadal pertenece a esa nueva generación de deportistas españoles capaces de marcarse retos sin fronteras, capaces de desterrar para siempre los arcaicos complejos españoles. Ahí está Pau Gasol, consolidado entre la élite de la NBA, la gran pasarela del baloncesto, y Fernando Alonso, convertido en un icono en una disciplina tan exclusivista como la fórmula 1. Y Dani Pedrosa, decidido a examinarse en la gran categoría del motociclismo junto a un titán como Valentino Rossi.
Son deportistas como ellos, alistados con los mejores, los que han logrado acabar en España con el monocultivo del fútbol. El parón estival de los clubes ya no provoca el destierro de la parroquia deportiva. La audiencia se engancha con entusiasmo a otras carteleras. Ante fenómenos como Raikkonen, Alonso y Hamilton -el podio de ayer en el Gran Premio de Gran Bretaña- no hay quien huya. Ante Nadal y Federer, tampoco. La grada de Wimbledon, sabia como es, se lo agradeció a ambos con una ovación que disparó los decibelios del All England Club, decorado de una de las mejores finales de su centenaria historia. Un partido propio de dos genios. Inolvidable.
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