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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La tierra de los yayos

Subieron los seis pisos de ese inmundo edificio de Ciutat Vella con las mochilas sobre la espalda como viajan los jóvenes trotamundos. Al llegar arriba, el sudor caía por sus rostros. "¡Un vasito con agua, por favor!". "¡Más agua, please!", pedían los muchachos con la respiración cortada. Miraban desde las alturas la Barcelona que tantas y tantas veces habían descrito los bisabuelos Enric y Pepita y la que su abuela Josefina traía a cuenta con cientos de anécdotas antes del exilio.

Esta vez, tocaba a los nietos conocer la mítica ciudad y reconstruir esa historia familiar que también les pertenecía. "¿Estamos todos?". "¿Quién falta?". "¡Apúrense!". Mercedes, Patricia, Mariana, Jaime y Francisco, jóvenes veinteañeros, comenzaban el tour con mapa en mano, una cámara de fotos y el papelito que les había dado Fina, enlistando los lugares que debían visitar.

"Esta vez, tocaba a los nietos mexicanos conocer la mítica ciudad de Barcelona y reconstruir esa historia familiar que también les pertenecía"
"Pensaron en que quizá sería la última generación que escuchaba de viva voz el testimonio de sus familiares exiliados"

Recorrieron de principio a fin la calle de Provença, donde vivieron los bisabuelos Benet Canut, pero no tenían el número. Fina no lo había escrito. Observaron detenidamente los edificios pensando que en cualquiera de ellos había vivido la abuela, imaginándola de niña escondiéndose bajo el colchón para resguardarse de los bombardeos durante la Guerra Civil, una guerra que tenían fragmentada, sin cronología, tan sólo las historias de los tíos, abuelos y bisabuelos. Caminaron por el paseo de Gràcia, maravillándose con esa espléndida arquitectura que no les recordaba nada, porque no habían visto cosa igual. Era ordenada y homogénea, tan distinta a Ciudad de México, y se enfilaron hacia la calle de Muntaner buscando el número 159, donde también vivió Fina a principios de 1936.

"¡Apúrense!", gritaba Patricia a sus cuatro primos. "¡Ahí está!", identificó Francisco. Patricia se apresuró a timbrar. Nada. No hubo respuesta. "¡Toca otro!", sugirió Jaime. Patricia tocó uno más: "Venimos de México, aquí vivía mi abuela Josefina Canut. ¿Podemos conocer el piso?". "Aquí no vivía nadie con ese nombre", objetó una voz poco amable que salía por la rendija de metal. "Fue hace más de 70 años. ¡Por favor, queremos conocer el lugar donde vivía nuestra yaya!", insistía Patricia. "No. Ya le dije que no", vociferó el hombre y colgó.

Entonces el asombro. Luego el vacío.

Ése había sido el último hogar donde la familia Benet Canut vivió en Barcelona, antes de salir hacia Francia en 1939. Entonces, Josefina Benet Canut tenía seis años de edad y por eso, pensaron los nietos, existían tan pocas imágenes impresas, pero tantas imágenes contadas. Recordaron los muchos álbumes de fotos en blanco y negro que les mostraba Fina, siempre bien ordenados con sus respectivos recortes de periódicos. Ahí estaba su bisabuelo Enric Benet Massanés, quien al cruzar Portbou, miró hacia Cataluña pensando que jamás regresaría a su tierra. Y lo cumplió. Enric nunca regresó a Barcelona, algo que no entendieron los nietos, tampoco su nerviosismo cuando se pronunciaba la guerra, pero sí su emoción cuando le hablaban en catalán.

"¡Apúrense!", volvía a gritar Patricia a sus primos. "Mi tía me dijo que no me puedo ir de aquí sin probar la nieve de crocante", decía Mercedes dirigiéndose a una heladería de la calle de Cucurulla. La encargada ponía en los barquillos bolas y bolas de sabores grandiosos, pero Mercedes sólo pidió uno doble de crocante. "Oiga, ¿y qué es el crocante?", preguntó la golosa muchacha. "Si no lo sabes, ¿para qué lo pides?", contestó la encargada. "¡Ay, qué carácter, eeeeh! ¿Qué onda con los catalaneeeees? ¡Qué malhumorados! ¿Noooo?", dijo Mercedes, arrastrando la última vocal como acostumbra el léxico juvenil mexicano.

Caminaron por el Barri Gòtic hasta la plaza de Sant Jaume. "Ahí está el Ayuntamiento y ahí, la Generalitat", señaló la guía. "¿Cuál es cuál?", preguntó uno de los jóvenes. Patricia miró con detenimiento ese edificio que asoma desde el ventanal un gigantesco candil y recordó que ahí había trabajado su yayo Enric. ¿Era algo de armas? ¿De secretario de industria de guerra? No estaba Fina para aclararles el puesto que tenía cuando colaboró al lado de Josep Tarradellas, quien también se exilió en México y décadas más tarde sería testigo de la boda de Fina cuando se casó con el eminente quiropráctico Francisco Montaño.

Los jóvenes siempre habían pensado en Barcelona como una película color sepia, y verla en color, les parecía fascinante. Aprendieron a amar Cataluña por tradición oral, en casa de los abuelos se festejaban las fiestas catalanas, pero nunca la sintieron suya, sólo hasta que la guía los llevó a la plaza de Sant Felipe Neri y apuntó sus miradas a los agujeros en la piedra.

Entonces el silencio. Después la catarsis.

"Al huir de Barcelona, mi bisabuela le dijo a Fina que sólo podía llevar una muñeca. Escogió una entre la colección que tenía. Quizá por eso es que ahora colecciona muñecas", contaba Patricia. "Decía que habían salido de noche el 26 de enero de 1936 hacia Olot y que chocó el coche donde iban. Que nadie las ayudaba, hasta que la bisabuela sacó un paquete de tabaco y sólo así un camión las subió y llevó hasta donde las esperaba el bisabuelo", completaba Mariana. "Que hacía mucho frío y estaban accidentadas. Todo les dolía y Fina le decía a su madre: 'Tinc fred! Tinc fred!", recordaba Jaime. "Que el bisabuelo era militante de ERC y lo iban a fusilar los anarquistas y después en la posguerra mandaba víveres a la familia desde México". "Que salieron desde Marsella en el Alsina y que apagaban las luces del barco en alta mar para que no fuera bombardeado y que sólo escuchaban a un pianista húngaro".

Entonces la incógnita. Luego la reflexión.

Patricia, la chica de ojos color miel, no entendía por qué si la familia era del bando republicano no se declaraba de izquierdas. Pensaron en que quizá sería la última generación que escuchaba de viva voz el testimonio de sus familiares exiliados y que, a pesar de oír cientos de veces la misma historia, no la sabían contar como Fina. ¿Quién la transmitiría después a sus hijos y nietos?

Hubo preguntas. Después más preguntas.

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