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Columna
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Fetichistas

Desde hace un cuarto de siglo, prevalece entre los sectores más ilustrados de la opinión publicada española -incluyendo a parte de la catalana- la tesis de que aquí, en Cataluña, el pensamiento dominante y los sucesivos Gobiernos han erigido una serie de tótemes tribales, de principios identitarios sagrados cuyo cuestionamiento se tacha de traición. Sesudos articulistas han reprochado ad náuseam al nacionalismo catalán la fosilización de una identidad mitificada y su transformación en doctrina oficial del país. Incluso ruidosos manifiestos de intelectuales han descrito el catalanismo como una "ideología que rinde culto a los símbolos", símbolos que "han desplazado a las necesidades" en el orden de prioridades públicas.

Aceptemos, como hipótesis de trabajo, que ese diagnóstico sea más o menos cierto; que, en efecto, la sociedad catalana esté enferma de fetichismo identitario. Ahora bien, para calibrar la gravedad de esa clase de dolencias colectivas, es recomendable comparar nuestro cuadro clínico con el de países o comunidades vecinas, del mismo tronco cultural, de parecida tradición histórica y con instituciones políticas semejantes. ¿Qué tal, pues, si examinásemos cómo andan de empacho identitario y de obsesiones simbólicas nuestros vecinos de allende el Ebro? No, no teman, no vamos a exhumar todo su historial médico en la materia; haremos sólo un chequeo superficial, un breve repaso de los últimos síntomas conocidos.

El pasado día 11 de junio se celebró en un lugar perdido de Siberia Oriental, Yakutsk, un torneo internacional de fútbol sala en el que se enfrentaron sendas selecciones de Cataluña y España. El torneo, el partido y los equipos contendientes respondían a una iniciativa privada de carácter comercial, al margen de la FIFA, de la Federación Española y de la Federación Catalana de Fútbol. Ello no obstante, el hecho suscitó un gran escándalo mediático, y el Partido Popular -que representa a 10 millones de ciudadanos- reclamó al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero que "impidiese" la celebración del encuentro, porque "es imposible que una parte de España se enfrente a otra". Pese a tan perentorio requerimiento, el horrible agravio simbólico se consumó. Eso sí, a posteriori, el Consejo Superior de Deportes prohibió al equipo español en Yakutsk el uso del escudo y el himno de España, y amenazó a sus integrantes con sanciones legales por haberlos exhibido en el partido contra Cataluña.

A propósito de himnos, de selecciones y de laicidades o fanatismos simbólicos, no debemos pasar por alto la reciente iniciativa del vértice de la política deportiva española de pedir que se dote la Marcha Real de una letra cantable así en el césped como en las gradas. Es de justicia recordar que la idea surgió del Gobierno de José María Aznar allá por 2002, en la fase más prepotente de su mayoría absoluta; pero, después de haber sondeado a varios poetas áulicos, ni siquiera él se atrevió a llevarla adelante. Ahora, en cambio, reaparece con una mayoría parlamentaria de izquierdas, sin que ninguno de los acervos críticos del fetichismo ajeno haya empuñado la pluma para cargar contra semejante anacronismo.

Pero dejemos los pasionales terrenos del deporte, y ascendamos a las más altas esferas del espíritu, para toparnos con la Iglesia católica. En teoría ésta es universal, se halla por encima de fronteras políticas, administrativas y lingüísticas. Sin embargo, el arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, dedicó su carta pastoral de la segunda semana de junio no sólo a defender una realidad contingente y mundana -la unidad de España-, sino a ensalzarla como "un legado histórico que no podemos despreciar", "un gran logro histórico y cultural que hoy se puede y se debe seguir proponiendo...". Discípulo aplicado de sus colegas Rouco y Cañizares, digno heredero del nacional-catolicismo franquista, García-Gasco carga contra "los nacionalismos radicales" y las "pretensiones particularistas", y espolea a sus fieles a "desenmascarar los radicalismos ideológicos que acompañan ciertas propuestas y que consideran la destrucción de la unidad de España como paso previo para imponer en un territorio sus utopías políticas". Ahora comparen este texto con, por ejemplo, el documento de los obispos catalanes Arrels Cristianes de Catalunya (1985) y díganme cuál de los dos es más agresivamente identitario, más excluyente, más fanático de una abstracción, ya sea la personalidad de Cataluña o la unidad de España.

En su edición del 15 de junio, el diario Abc publicó una interesante entrevista con quien fuera una pieza política clave en el tránsito desde la dictadura a la democracia parlamentaria: Rodolfo Martín Villa. Permítanme que reproduzca la última pregunta y la última respuesta del diálogo entre el periodista y el ex ministro:

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- "Entonces, ¿no se hizo nada mal en la Transición?".

- "Bueno, no debimos ceder la Educación a Cataluña y el País Vasco. Todos los niños españoles tienen que estudiar la misma historia de España, igual que ocurre en las demás grandes naciones, como Francia".

¡Ah, Francia! La idolatría simbólica española siempre se ha mirado en el espejo francés, y lo mismo el PP que el PSOE -éste, de modo más circunspecto- envidian hoy día la apoteosis de banderas tricolores y Marsellesas que embargó las campañas tanto de Segolène Royal como de Nicolas Sarkozy, así como la decisión del ganador de crear un Ministerio de la Inmigración y de la Identidad Nacional. Pero los gestos identitarios que en Francia resultan admirables y dignos de imitar, en Cataluña sólo merecen escarnio y desdén. Peor aún: si las autoridades de Castilla y León pagan una fortuna por la supuesta Tizona, la espada del Cid, se trata de una juiciosa política de preservación patrimonial; si en Barcelona queremos conservar y valorizar las ruinas del Born, es porque somos unos palurdos fetichistas.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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