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Columna
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Madrid es una isla

Después de leer la última novela de José María Merino, El lugar sin culpa (Premio de Narrativa Gonzalo Torrente Ballester 2006, publicado por Alfaguara), llego a la conclusión de que tal vez siempre estemos construyéndonos una isla personal, mental, en la que sobrevivir, una especie de ensoñación en que estar como querríamos vernos. Al fin y al cabo somos islas cruzando un semáforo, islas en la cola del cine, islas dentro de la isla del coche, de la casa, de la familia, del barrio. También cada novela es una isla con su propia fauna, flora y clima, y por eso cuando se entra en un libro por primera vez es como si uno amarrase su barca un rato y se adentrase a explorar un lugar desconocido sin que sepa de antemano si le va a gustar o si va a salir de allí corriendo. Y lo mismo es aplicable a las personas. Cuando se dice de alguien que es un libro abierto, quizá se esté queriendo decir que es una isla llena de sorpresas, buenas o malas, dependiendo de la salud mental de cada cual.

Estamos todos deseando salir disparados hacia algún sitio, pero ¿hacia dónde?

¿Cuánto hay de realidad y de ilusión en nuestra forma de vivir? La realidad está ya tan en entredicho que se llega a decir que es algo amorfo hasta que no es percibida por alguien. Y a este paso la realidad va a acabar siendo casi nada. Y hay pocos autores como Merino que con un pulso tan firme nos hagan viajar por el terreno inestable del sueño y la vigilia y nos obliguen a preguntarnos si no estarán estos dos estados menos separados de lo que creemos. Quiero tener mi isla, como la protagonista de esta hermosa fábula de Merino sobre la soledad y el poder de la imaginación. Aunque parece que ni siquiera en ese remoto lugar sin culpa uno se libre de ser "humano". Ya lo decía Calderón de la Barca en La vida es sueño: "Nada me parece justo / en siendo contra mi gusto", dos versos aplicables al comportamiento en general de los hombres de todas las épocas, y no hay motivo para pensar que algo haya cambiado desde entonces ni vaya a cambiar.

Lo que parece claro es que hay que escapar sea como sea. Se escapa a través de los sueños, a través del amor (si has llegado a esa isla deslumbrante, ¡enhorabuena!, no todo el mundo lo consigue). Nos escapamos a la Luna y a Marte porque la Tierra se nos está quedando pequeña. De la isla de Madrid estamos todos deseando salir disparados hacia algún sitio, pero ¿hacia dónde? ¿Otra vez al apartamento de la playa? ¿Otra vez al chalé de la sierra? Arriesguémonos un poco más y vayamos a la península de Burelandia, donde se encuentra el mundo perdido de los oparvorulos, una civilización completamente desconocida con una historia y cultura realmente interesantes, que nos pueden explicar mucho sobre nosotros mismos. Su descubrimiento lo hicieron tres navegantes madrileños, cuyos nombres indican que nacieron para la aventura y para ser inmortalizados en algún libro. Se llamaban Telfeusa del Río, Justiniano Colantonio y Andreas Politos. El hallazgo lo hizo Telfeusa, descendiente de una familia de ilustres marinos, una tarde de otoño en la cuesta de Moyano hojeando libros de viejo. Así se avanza en la historia, con una parte de casualidad, otra de curiosidad y una tercera, y bastante grande, de osadía. Fue la casualidad la que quiso que Telfeusa se encontrara entre unas páginas un antiquísimo mapa que enseñó a sus dos amigos.

A partir de aquí la curiosidad la tendrá que poner usted. Sólo ha de asomarse a las espléndidas ilustraciones y relatos, que recogen la colección expuesta por Enrique Cavestany (Enrius) en la Fundación Antonio Pérez, de Cuenca (El mundo perdido de los oparvorulos), donde dio a conocer la fauna, la flora, la geografía, el arte y las costumbres de un mundo rebosante de imaginación, de ingenio, de cultura y de sentido del humor. Además de divertirse, podrá empezar a pensar como un oparvorulo. Lo que no sé es qué pensará Enrius de la jugarreta que le acabo de hacer.

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