Una guerra sin presos ni cadáveres
"Los talibanes nunca se rinden", afirma un mando británico en el sur de Afganistán
El Chinook hace una breve escala en una de las bases británicas de la provincia afgana de Helmand, en medio de la nada. Ni siquiera para los rotores. Los soldados suben y se acomodan en el pasillo, sentados en el suelo o sobre bultos, y la aeronave se eleva de nuevo.
Un helicóptero como éste fue derribado a finales de mayo en la misma zona. La mayor parte de los más de 24 pasajeros que transporta ya se habían bajado y sólo hubo siete muertos. Los mandos de la OTAN sostienen que fue alcanzado por un lanzagranadas RPG y que los talibanes siguen sin disponer de armas antiaéreas.
Pese a ello, el Chinook se mueve a muy baja altura, casi lamiendo la cresta de las lomas, y cuando asciende lo hace de golpe, mientras lanza bengalas para distraer a los misiles. Si los hubiera.
Los vehículos de la 12 Brigada de Infantería Mecanizada británica son mucho más vulnerables que los de los canadienses, que a pesar de ello sufrieron ayer tres nuevas bajas (y van 60), por la explosión de un artefacto a 40 kilómetros al oeste de Kandahar.
Cuando se pregunta al teniente coronel Richard Westley por qué el tirador no dispone de un escudo protector, responde: "Ésta es su protección". Y señala un fusil de 5.56 y una ametralladora de 7.62 montados sobre el chasis. Un soldado lleva escrito en la camiseta: "Dios perdone a los talibanes. Mi mortero les dará cita".
La base avanzada de operaciones (SOB) Price está a las afueras de Gyryshk, en la ribera del río Helmand, que baja desde el macizo de Kohe Baba, una estribación del Hindu Kush, y acaba tragado por el desierto 300 kilómetros al sur de la ciudad. Antes, riega los más fértiles campos de amapola, que hacen de la provincia de Helmand la mayor productora de opio del mundo.
El último santuario
Lo que los británicos llaman la "zona verde", en contraste con el desierto que cubre casi todo el sur de Afganistán, es también el último gran santuario de los talibanes. La limpieza de los más de 80 kilómetros que separan la ciudad de Gyryshk de la presa de Kajaki ha sido el gran objetivo de la OTAN esta primavera y, según reconocen sus responsables, aun no se ha alcanzado.
El teniente Aaron Browne, de la división de operaciones, afirma que entre abril y mayo sus tropas han matado a 300 talibanes. "En realidad", corrige, "tenemos acreditados 140, pero creemos que han sido el doble, porque los talibanes tienen la orden de retirar los cuerpos de sus caídos".
En esta guerra no hay cadáveres -salvo el del mulá Dadulá, expuesto en Kandahar, que las autoridades locales acabaron devolviendo a su familia-, pero tampoco prisioneros. Así lo asegura Browne: "Los talibanes nunca se rinden. Por eso, capturamos a muy pocos, sólo a los que están heridos y no pueden evacuar. A ésos los entregamos a la Administración afgana".
Este teniente norirlandés habla con respeto de los talibanes. Asegura que son buenos combatientes y están mejor entrenados y organizados. Cada grupo se aglutina en torno a un líder, por lo que sus miembros se dispersan cuando éste desaparece, como las partidas de la guerra española de la independencia.
La OTAN distingue dos tipos de talibanes. Los irreductibles son los fanáticos locales y extranjeros, con vínculos con Al Qaeda. Entre los talibanes moderados, si ambos términos no fueran antitéticos, hay de todo; de señores de la guerra a sicarios del narcotráfico. Y también "insurgentes", un término ambiguo en el que subyace cierto reconocimiento de legitimidad. La estrategia, según los mandos militares, es eliminar a los primeros y tratar de pactar con los segundos.
Aún no se sabe cómo podrían integrarse en la nueva Administración afgana, pero sí hay algunos signos de esta política del palo y la zanahoria. El más evidente es que, mientras las tropas de la OTAN expulsan a los talibanes aldea por aldea del valle de Sangin, para construir la carretera que permitirá poner en funcionamiento la presa de Kajaki, dejan intactos los campos de adormidera. "Ésta no es nuestra tarea", responden sus mandos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.